Una respuesta épica en un examen de física

Hace unos días tuve uno de los exámenes del curso de Física que imparto en la universidad. Uno de los ejercicios decía así:

PREGUNTA: En la novela de Brian W. Aldiss "Drácula desencadenado", unos arqueólogos encuentran los restos de un ataúd que contienen huesos de un ser dotado de extraños y largos colmillos. Tras realizar las pruebas de datación por radiocarbono, llegan a la conclusión de que la edad de la muestra asciende a 65 millones de años, es decir, la criatura debió de convivir con los dinosaurios antes de la extinción de estos. ¿Qué opinión te merecen los conocimientos de física del autor de la novela? Razona la respuesta.



Pues bien, cuando me pongo a revisar los exámenes de mis estudiantes, me encuentro con esta respuesta, una de las más originales que he visto en mi ya larga carrera como docente. Os la dejo aquí. Los comentarios los ponéis vosotros. A mí me ha encantado...


RESPUESTA: "Nulos. A los dinosaurios no se les recuerda como grandes constructores de ataúdes. El autor ni siquiera ha sido capaz de buscar información sobre la época a la que hace referencia el dato."


¿Universidad para todos? ¡No con mi dinero!

Antes de seguir adelante, querido lector, te pediría que volvieses a leer el título de este post y, en caso de que te ofenda, por mínimamente que sea, debo rogarte que no sigas adelante porque lo que te encontrarás será duro, sin pelos en la lengua. Podrás estar o no de acuerdo con lo que estoy a punto de expresar en toda su crudeza, pero también te digo que se trata de la pura realidad. Sí, puede que sea mi realidad, distorsionada por mi propia forma de pensar y de ver las cosas desde mi perspectiva individual, quizá nublada ya por mis más de dos décadas de experiencia en la labor docente universitaria o mismamente por mi peculiar forma de comportarme cuando era estudiante en la facultad. No obstante, creo mi deber como profesional comprometido con la enseñanza y la educación de los jóvenes, reflexionar, aunque sea en voz alta y delante de todos vosotros acerca de los derroteros por los que tristemente se mueve la clase estudiantil más privilegiada de la historia de este país.

Allá por el año 1990 comencé a impartir clases en la universidad, nada más licenciarme en física fundamental en la universidad de Cantabria. Siempre fui un buen estudiante, de los mejores durante mis estudios preuniversitarios y en todo momento tuve claro que el estudio y el conocimiento del mundo que me rodeaba era lo que me gustaba de verdad y a lo que aspiraba a dedicarme en el futuro. Durante mis años de bachillerato lo peor fue siempre la asignatura de religión y ello a pesar de estudiar en un colegio religioso. A continuación, y muy de cerca, la seguía la física, que se me daba fatal y tenía un profesor realmente nefasto (en matemáticas, sin embargo, era brillante). Pero había una diferencia entre la religión y la física y es que ésta era la que me volvía loco de verdad, era la herramienta que yo buscaba para explicar el universo, y eso tenía un atractivo irresistible para mí. Así que a pesar de tener las peores calificaciones de todas las asignaturas que cursaba, decidí ingresar en la facultad de ciencias físicas de la universidad de Cantabria, en octubre de 1984. Y las notas mejoraron y mucho. ¿Qué había pasado? ¿Eran mejores los profesores de la facultad que los del colegio de los padres dominicos de Oviedo? No, seguía teniendo profesores abominables, pero el que había cambiado era yo. Perseguía un objetivo, una meta que quería alcanzar y por la que iba a luchar hasta el límite de mi resistencia. Porque yo quería ser físico. Así de simple.


Hoy, en marzo de 2015, casi tres décadas después de aquellos cinco cursos de sacrificio, horas interminables de estudio, clases diarias, prácticas de laboratorio y exámenes agotadores (hasta 7 horas para resolver un único problema) me encuentro en el papel opuesto, el de profesor universitario (además de investigador y divulgador, aunque a algunos les duela y les corroa la envidia porque ellos son incapaces de hacer las tres cosas al mismo tiempo con mediana dignidad), una profesión cada día más incomprendida, desprestigiada y maltratada, y no solamente por los políticos sino por una gran parte de la sociedad.

Recuerdo perfectamente que durante mis años de universidad había profesores que me eran simpáticos, otros me resultaban indiferentes y algunos más a quienes hubiera estrangulado sin el menor remordimiento. Así y todo, jamás, repito, jamás se me ocurrió culparles de mi éxito o fracaso en la asignatura que impartían. Cuando yo aprobaba el examen, todo el mérito era mío y cuando suspendía el culpable absoluto era yo también. ¿Cómo iba a ser el culpable el profesor, si con alguno de ellos ni siquiera asistía a clase? (perdóneme, señor Amorós, pero es que sus clases de mecánica estadística a las 8 de la mañana no estaban hechas para mí). A pesar de todo, yo comprendía que aquello era mi trabajo y mi responsabilidad. Al fin y al cabo era mayor de edad y podía elegir libremente al gobierno de mi país. ¿Cómo iba a delegar mi responsabilidad en otros?

Pues bien, años después, esto ya no es así, lamentablemente. Desde que yo estudiaba hasta hoy, desde aquel ya lejano primer curso de 1990-91 en que empecé a impartir clases hasta el actual de 2014-15 en el que me encuentro, el cambio experimentado ha sido brutal, no digamos si se compara con mis años de facultad. No voy a caer en aquella frase tan manida de que "todo tiempo pasado fue mejor", aunque en realidad así lo piense y esté convencido de ello, al menos en lo que concierne a la enseñanza y la educación. En cambio, os contaré mi opinión y os expondré todo lo acaloradamente que sea capaz las cosas que observo en mi aula a diario, las actitudes de mis estudiantes, que no os confundáis, son exactamente las mismas que adoptan y mantienen con el resto de los profesores que conozco (y no son pocos), tanto de mi mismo departamento, como de otros, otras facultades y de otras comunidades autónomas diferentes a la mía. Es un problema mucho más general de lo que la gente ajena a la enseñanza se piensa y se puede llegar a creer. De hecho, así nos va...

Soy consciente de que la juventud es una etapa de la vida de las personas que hay que disfrutar y pasar lo mejor que se pueda. Ahora bien, ¿qué es exactamente disfrutar? Porque, cuando yo oigo hablar de esa palabreja, a mí me viene a la cabeza sentarme en una butaca y coger un libro o ver una estupenda película, charlar con los amigos de temas interesantes. Nunca se me pasa por la imaginación meterme en una osera a oler a oso, bailar sin control con el cuerpo descoyuntado y sudoroso mientras me apretujo contra una maraña de culos, tetas y sobacos sudorosos que terminan en unas garras que sujetan un vaso con bebidas y otras cosas estimulantes, hasta que el cuerpo resista. En fin, viejuno que es uno.


Como os iba contando, hoy en día llego a mi aula y me encuentro una banda, un grupo de personas sin motivación alguna, con una desidia antológica, sin ninguna gana de acabar lo que han empezado, sin ilusión alguna o algo que se le parezca remotamente. Me encuentro con estudiantes (aunque este vocablo pierde su significado cuando a quien se refiere en raras ocasiones ha estudiado) que están matriculados en una carrera, como es ingeniería, no habiendo cursado en el bachillerato la asignatura de física. ¿Qué van a entender y/o sacar en claro cuando yo les hable de mecánica, termodinámica, ondas, electromagnetismo, óptica o similar? ¿Cómo han sido tan insensatos? La respuesta es que resulta más cómodo deshacerse, mientras se pueda, (y nuestro sistema educativo así lo permite) de las asignaturas incómodas, complicadas y que requieren un esfuerzo superior a la media. "Ya me preocuparé de la física cuando llegue a la universidad, la culpa es del sistema, la culpa la tiene mi instituto, que no ofertaba la asignatura o no había profesor para impartirla". Todo gilipolleces y mentiras para autoengañarme y descargar la responsabilidad en otros y no en mí. Si yo quiero irme a la escuela de ingeniería dentro de uno o dos cursos, me tengo que matricular de física en el bachillerato y si no puedo, me busco la vida de otra manera, estudio por mi cuenta o asisto a una academia, pero no me voy a los dos años a la universidad y le digo al profesor que lo que está contando no tengo que saberlo porque nunca me lo han explicado. Es tu problema, exclusivamente tuyo, majete. Y si no lo crees así, no vayas a la universidad hasta no estar preparado para ingresar en ella, que cuesta mucho dinero a papá y mamá, que suelen ser los que pagan en un 90 % de las ocasiones, si no más.

Cuando, a pesar de todo lo anterior, el estudiante insensato decide de todas maneras matricularse en la universidad en una carrera para la que no tiene base, ni matemática ni física, medianamente aceptable, el sacrificio personal para superar el hándicap también brilla por su ausencia. "Ay, profesor, es que no entiendo nada de lo que cuenta, es que no tengo base". ¿Has estudiado, has consultado algún libro o has venido a las tutorías a que te eche una mano? "No, es que me da vergüenza, no sé qué preguntar porque no entiendo nada, es que me lo explicaron muy mal el año pasado". Tonterías sin sentido, lo que te pasa es que te escabulles de tu responsabilidad. Cuando yo terminé mi bachillerato e iba a ingresar en la universidad me compré un libro de cálculo diferencial e integral y me hice más de 2000 derivadas e integrales aquel verano. Nunca tuve problemas fuera de los habituales para seguir una asignatura en la facultad. Vale, yo era un rarito y un friki, pero sabía lo que quería y me esforzaba por alcanzarlo cuanto antes, tenía ambición. Si quieres, puedes; es así de claro. Lo que tú aprendas por tu cuenta es mérito tuyo y constituye una ventaja a la hora de afrontar tus anhelos personales. No descargues el peso de tu labor en otros si lo puedes solucionar por ti mismo.


Permitidme que os cuente una cosa. Recuerdo un año que hice una encuesta a mis estudiantes de ingeniería. Entre otras cosas, les preguntaba cuántas horas estudiaban en casa al regrear de la facultad. No salía más de una hora en promedio. ¿Os lo podéis creer? Yo estudiaba 6 horas todos los días, de 4 a 8 de la tarde y de 10 a 12 de la noche; los fines de semana no eran excepciones. "Ay, profe, es que ahora tenemos muchas clases y no hay tiempo". Vale, pues estudia 3 horas diarias. "Jo, profe, que hay otras cosas que hacer, no sólo estudiar". Perfecto, duerme menos.

Hace muchos años que mis estudiantes no sacan un sobresaliente en mi asignatura y no es porque yo sea un profesor duro, todo lo contrario. Los exámenes que hoy en día se ponen en el primer curso de universidad son pruebas que en mi época se realizaban cuando estabas en bachillerato (así, como suena, dejémonos de tonterías y afrontemos la realidad) y así y todo la gente se ve incapaz de resolver las cuestiones y problemas básicos y elementales. El primer curso de universidad se ha convertido en el tercer curso de bachillerato. La generación mejor preparada de la historia no sabe las leyes de Newton. Ya no te encuentras estudiantes brillantes todos los años, como sucedía en mi generación, de hecho casi no encuentras a ninguno. Hay una uniformidad absoluta, nadie destaca (salvo muy escasísimas excepciones), nadie pone en aprietos al profesor con sus preguntas ingeniosas o plenas de comprensión de la materia explicada, nadie intenta ir más allá de donde yo les dejo, del mundo que les muestro en clase, ese mundo fantástico que está ahí afuera, al lado de ellos y que parecen ignorar con absoluta pasividad.

Las aulas se han quedado mudas, salvo por la infame voz del profesor, que debería ser la menos escuchada. Nadie pregunta nada, todos parecen entender lo que les cuento, no se les ocurre ninguna excepción, ningún caso particular o general, ninguna situación real donde se aplique la ley o concepto que les acabas de descubrir. Todo es silencio, aceptación pasiva. Lo que importa es la belleza y pulcritud de los apuntes, unas notas que nunca más se vuelven a mirar con los ojos del espíritu crítico, escéptico, que no se completan con la sabiduría y experiencia del material bibliográfico recomendado y mucho menos con esa herramienta todopoderosa que es internet, con todos los extraordinarios medios que tienen a su alcance. ¡Cuánto los hubiese disfrutado yo en mis años jóvenes!


Y luego llegan los exámenes, una vez más, una y otra vez, como si fuera el colegio infantil. Uno, dos, tres exámenes, y en cada uno de ellos entra una materia que sonrojaría a cualquiera con dos dedos de frente. Hoy haremos un test sobre los dos primeros temas, estudiad que es muy importante sacar buena nota. Y ¡zas! Otra vez la misma desilusión. Les preguntas cosas que has repetido una y mil veces en clase y ni aun así. Les repites convocatoria tras convocatoria (hasta tres veces consecutivas lo he hecho) el mismo examen, sin cambiar una coma o un punto y siguen sin saber hacerlo. Tampoco saben empollarlo de memoria, aunque solo sea por aprobar, ¡joder! Hay que ser torpe y necio. He llegado a ver estudiantes matriculados durante 10 cursos consecutivos de la misma asignatura. Y pienso: qué padres tan generosos y comprensivos, que son capaces de entender que su niño o niña emplee toda una década de su vida para aprobar una asignatura básica de primer curso, aunque nunca se haya presentado a los exámenes. Eso sí, a mi niño o niña que no le falten un ordenador, un iPad, un iPod y un smartphone con los que puedan enviar SMS en clase, mientras el profesor se cabrea porque hacen ruidito las teclas. Si mi niño o niña suspende es que el profesor es un incompetente y no le sabe motivar. Con lo que vale mi niño/a y lo que estudia, que está todo el día en la facultad y cuando llega a casa no sale de su cuarto. Claro que tampoco entra desde el viernes por la tarde hasta el domingo por la noche...

Ah, y que no se te ocurra, a pesar de todo, exigir como profesor lo que en conciencia crees que deberías porque si suspende un porcentaje poco razonable (para ellos, claro, los supertacañones que están sentados en la poltrona y no saben lo que es dar una puñetera clase o, peor aún, piensan que deben decirte cómo darla) entonces se desata la ira de las clases dirigentes, te llaman a su pulcro despacho y te sugieren amablemente que pongas el nivel, el listón un poquito más abajo del suelo. Es que los chavales se deprimen si suspenden y se crean traumas que no les dejan disfrutar de la discoteca el próximo fin de semana, se dedican entonces a llamar por su smartphone a los amigos para contarles sus penas y la factura sube que no veas.

No os creáis que con la gente mayor pasa algo muy diferente. En los últimos tres cursos he impartido también docencia en el máster de formación de profesorado de secundaria, bachillerato y formación profesional. Es decir, les he dado clase a los personajes que algún día pretenden ser los profesores de mi hija, que cumple hoy 13 años. Y os tengo que decir que el panorama no es muy diferente. Les encargas un trabajo a personas ya licenciadas, con un título superior y, se supone, con una vocación docente a prueba de bombas. Pues no, se quejan, intentan escaquearse y esforzarse lo menos posible, se retrasan en la entrega con excusas miserables y faltas de creatividad (coño, dime que tienes cáncer terminal, pero no que no pudiste porque no tuviste tiempo o ganas). Les he dicho en más de una ocasión: yo no quiero que le deis clase a mi hija en el instituto. Asqueado, abandoné. A los niños de 18 años se lo consiento, a los que ya han cumplido los 25 no.

Soy de la opinión, y nunca cambiaré, que la enseñanza y el aprendizaje deben mantener un cierto equilibrio, pero no se pueden comparar. Más aún, no se puede dejar todo el proceso bajo la responsabilidad del profesor. Si acaso, ésta debe ser mayor cuanto más bajo sea el nivel educativo, pero debe ir disminuyendo considerablemente a medida que llegamos a los niveles más altos, como el universitario. Así, a mi criterio personal (repito, personal) la responsabilidad en el rendimiento de un alumno universitario por parte del profesor no va más allá de un 10 %; el otro 90 % recae en el estudiante. Tal y como yo lo veo, la figura del profesor universitario debe ser la de un motivador, un incitador al descubrimiento personal del estudiante, un orientador que con su experiencia personal y profesional ayude y contribuya a adquirir conocimiento, a adoptar una serie de actitudes por parte del estudiante: buscar información, seleccionarla, elaborar un trabajo de investigación autónomo o en grupo, saber dirigir el pensamiento y la razón por caminos no transitados, originales.

La clase magistral debe morir, no tiene sentido en la universidad. Cierto es que cuando se la quitas a los estudiantes, éstos son los primeros que se sienten incómodos (muchos profesores también, oh miserables ellos) y piensan que si no tienen unos apuntes limpios y ordenados, no se les está enseñando nada útil. Ellos son los primeros en levantar la voz y protestar si se les quiere dar una enseñanza de calidad porque, no nos engañemos, han adoptado la posición cómoda, la que menos esfuerzo requiere. Poco importa luego caer en una contradicción flagrante y es que para qué quieres unos apuntes bonitos y completos si no miras para ellos. Les das un sermón con consejos útiles para estudiar y comprender la materia y te miran aburridos a ti y al reloj, con rostro de condescendencia, como diciéndote: anda, pesado, termina de una vez que quiero salir de aquí pitando. Y entonces descubres que cuando les estás diciendo lo más importante de todo, lo que no está en los libros, lo que te ha enseñado la vida, que es la que enseña de verdad, ellos están mirando por la ventana cómo pasa el motero de turno haciendo zumbar los tímpanos. Y eso mola...

Dejemos de culpar a los profesores de lo que solamente los estudiantes son responsables. ¿Acaso van a ser todos los profesores mediocres? ¿Por qué todos obtenemos unos resultados similares? De acuerdo que entre todos podemos resolver este problema y mejorar, pero mientras los estudiantes no se conciencien de que aquello que vienen a hacer en la universidad es una elección suya completamente libre y personal y que allí están para formarse en lo que un día constituirá su trabajo, con el que deberán sacar adelante a una familia y responsabilizarse de unos resultados para con la sociedad, no habrá nada que hacer. Tendremos licenciados, tendremos ingenieros, pero su título sólo servirá para colgar de la pared.


Vivimos en una época difícil en la que además impera, no alcanzo a entender muy bien las razones, una correción política deplorable que confunde churras con merinas. Abundan un buenismo y unas ansias, por no decir ninguna clase de inconveniencia, de frase provocadora, que llega a rayar en lo estúpido. Todo ha de sonar bien y no hay que incomodar a nadie, que nadie se sienta incómodo por espetarle la verdad en la cara. Pues no, señores, no ha de ser así, la universidad la pagamos todos con nuestros impuestos y a mí, personalmente, incluso como asalariado en la misma, me interesa que el centro docente e investigador más importante de nuestro país funcione de la mejor manera posible, de forma excelente a poder ser. No me parece bien que las aulas universitarias estén llenas de gente (estudiantes y profesores) que no merece estar en ellas, personas que día tras día me dan motivos para pensar que algo está fallando, funcionando muy mal en esta sociedad falsa, cínica e hipócrita, que no se atreve a admitir lo que es una evidencia a gritos: la universidad debe ser para el que se la gane, para el que muestre un interés verdadero por aprender y enseñar a los demás, con su esfuerzo personal, y no para el que crea que eso es tarea de otros y piense que su responsabilidad termina en cuanto finaliza los trámites de matrícula. Igualdad de oportunidades para todos, sí, por supuesto, pero cuando ya te han dado más de una y no la has sabido o querido aprovechar, mejor quedarte en el banquillo y dejar paso a otros que se lo ganen. Me pregunto por qué no nos rasgamos las vestiduras cuando segregamos sin ningún pudor a los mejores deportistas y les proporcionamos centros de alto rendimiento que cuestan un dineral y, en cambio, insistimos en reunir toda clase de cerebros, mediocres y brillantes, en el mismo recinto, que no cuesta menos, precisamente. ¿Por qué razón nos empeñamos en poner el listón al nivel del menos cualificado, del menos dotado intelectualmente? ¿Acaso la inteligencia y la creatividad no merecen una medalla olímpica o una copa del mundo? ¿No basta ya de hipocresía y contradicción? ¿O acaso se trata de algo peor aún? ¿No será que tenemos miedo? Bah, no me hagan mucho caso, todo lo anterior no está ni pensado ni meditado debidamente y más bien es fruto de la cantidad de estupefacientes con la que me atiborro a diario... ¡Salud!


Pregunta Naukas 2015

Desde hace un par de años la web de Naukas propone a sus colaboradores, entre los que me encuentro y siento afortunado y privilegiado por el honor, una pregunta lo suficientemente general como para que cada uno pueda responder casi cualquier insensatez que se le ocurra y el tomate que se monta sirva como generador de debate. Además, el proceso es cerrado, es decir, ningún colaborador conoce las respuestas de los otros, habiendo un plazo limitado para enviar los artículos a la redacción de Naukas.

Pues bien, en 2014, la pregunta Naukas fue la siguiente: ¿Cuál será el avance o descubrimiento de la ciencia que más va a cambiar el mundo en los próximos años?

En aquella ocasión no tuve los arrestos necesarios para escribir una respuesta medianamente coherente. Sin embargo, en la edición de este año, mis ánimos eran diferentes y la pregunta me motivaba. Así que, ni corto ni perezoso, me propuse redactar una respuesta a la cuestión planteada:
¿Qué avance o descubrimiento de la ciencia moderna ha hecho progresar más a la Humanidad?
Entendemos como ciencia moderna desde Copérnico hasta nuestros días.

Pues bien, como no quiero entreteneros más, aquí os dejo el enlace a mi respuesta. Si os interesa, me haréis feliz, aunque solamente sea por un instante.

¡Gracias!

Humanoides muy "salidos" del abismo

La doctora Susan Drake investiga la forma de criar salmones de mayor tamaño e incrementar su población en el Pacífico noroccidental, justo en el preciso instante en que unos cuantos ejemplares con el ADN modificado se escapan accidentalmente y son ingeridos por celacantos que nadaban por allí un tanto despistados y poco extintos. Cuando estos prehistóricos peces sufren terribles mutaciones en su propio ADN, se transforman en enormes seres humanoides que se dirigen hacia la costa, donde tratan por todos los medios de copular y reproducirse con la inestimable colaboración forzosa de macizorras hembras humanas, éstas sin modificaciones en su ADN, sembrando terror y lujuria desatada por doquier.

El hombre ha llevado a cabo la reproducción y la cría selectivas durante siglos. Uno de los ejemplos más evidentes de esto ha sido el cultivo del maíz. Cuando los europeos se establecieron en América, cogieron las pequeñas mazorcas y las transformaron, poco a poco, en otras de mayor tamaño y más fuertes, dando lugar a una enorme fuente de alimento. Obviamente, la reproducción selectiva opera sobre y modifica el fenotipo de una especie.

El mayor problema (y ya clásico en las películas de ciencia ficción) con los sucesos que se muestran en la película a la que se hace alusión en el primer párrafo, Humanoides del abismo (Humanoids from the Deep, 1980) es el tiempo. Para que las mutaciones tengan efecto y los salmones originales evolucionen en los terribles monstruos en que devienen finalmente se requieren lapsos de tiempo normalmente mucho mayores de los que nos muestran en la gran pantalla (que se lo pregunten a los X-men).

Las criaturas humanoides asesinas y copuladoras pueden tanto nadar como caminar fácilmente a dos patas sobre el suelo, incluso a pesar de que poseen branquias claramente visibles a ambos lados de su cabeza. Es cierto que hay anfibios capaces de hacer esto pero no pueden permanecer sumergidos durante períodos de tiempo excesivamente prolongados sin salir a respirar aire. Por lo tanto, los humanoides deben poseer forzosamente, tanto branquias como pulmones, lo que resulta bastante increíble ya que proceden de la extraña interacción entre salmones y celacantos y ninguno de éstos cuenta con pulmones. ¿Podría darse el caso de que no se tratase realmente de celacantos? Al fin y al cabo, donde se han hallado ejemplares vivos de estos prehistóricos peces ha sido en las costas de Madagascar e Indonesia, pero nunca en el Pacífico noroccidental.

Prácticamente, todas las especies poseen mecanismos naturales de defensa que evitan que sustancias químicas no deseadas las dañen. Los invertebrados, cuando ingieren alimentos, utilizan sus procesos digestivos para degradarlos. El ADN es una de las moléculas orgánicas que la digestión puede fácilmente manejar. Son unas enzimas llamadas desoxirribonucleasas las encargadas de romper el ADN y metabolizar los ácidos nucleicos (por no mencionar el ambiente ácido de nuestro estómago, que hidroliza muchos de los enlaces químicos del ADN, causando asimismo la degradación en ácidos nucleicos). Nuestras células poseen la capacidad de reutilizar estos ácidos nucleicos sintetizando nuevo ADN. Una de las formas más seguras de obtener ADN para nuestros cuerpos es mediante ingestión oral. Incluso consumido en generosas cantidades, no produce daños. Consecuentemente, tanto para el celacanto como para otra especie de pez, consumir ADN mutado de salmones, a su vez, no debería suponerle efecto teratógeno alguno.


Las mutaciones en las especies biológicas son más comunes de lo que tendemos a pensar. Sin embargo, la mayoría de estas mutaciones están causadas por condiciones ambientales como pueden ser el exceso de radiación ultravioleta (la cual no debería afectar demasiado a los peces, ya que el agua la absorbe fuertemente), sustancias contaminantes e incluso la radiación atómica. Además, las mutaciones en el ADN suelen resultar, con frecuencia, fatales debido a que no se muestran selectivas con determinadas regiones del ADN, sino que le afectan en su totalidad. Los humanoides del abismo nunca podrían existir, para regocijo de las macizorras hembras humanas...


Fuente:

The Biology of Science Fiction Cinema. Mark C. Glassy. McFarland & Company. 2001.