El escorbuto: la pequeña gran historia de una enfermedad terrible (2ª parte)

El nivel de ácido ascórbico en un organismo medianamente saludable varía entre 900 y 1500 miligramos. El cuerpo humano consume unos cincuenta miligramos de vitamina C por día y los síntomas de escorbuto empiezan a aparecer cuando el nivel desciende por debajo de los 500 miligramos. Una vez alcanzado este umbral, el hecho de suplir la cantidad mínima diaria que requiere el organismo sólo retrasará el proceso degenerativo, pero no se logrará la curación del enfermo.

Investigaciones modernas han confirmado que el cuerpo humano consume más ácido ascórbico en condiciones de frío y humedad, con un patrón de sueño errático e insuficiente, y ante un exceso de tensión, como el que provocaría con toda seguridad la amenaza constante de castigos corporales, temporales o batallas navales, así como fiebres, infecciones y demás contratiempos graves.

Además, el ácido ascórbico es sumamente frágil. Por un lado, basta con cortar o magullar una hortaliza o una pieza de fruta para que pierda gran parte de su preciosa vitamina; por otro, la cocción y el tratamiento con calor provocan igualmente pérdidas importantes. El empleo de ollas de cobre para la cocina, algo habitual entre las embarcaciones de la Armada durante el siglo XVIII, provocaba la pérdida de más de la mitad, quizá hasta unas tres cuartas partes del ácido ascórbico presente inicialmente.

En diversos países se recomiendan distintas dosis diarias de ácido ascórbico: la OMS recomienda, en promedio, 30 miligramos, mientras que las autoridades sanitarias de los Estados Unidos recomiendan 60 miligramos, aunque las cantidades pueden variar entre los 15 miligramos y los 120 miligramos, dependiendo de factores como la edad, el sexo o la lactancia materna.

Los síntomas clínicos que suelen acompañar al escorbuto aparecen de forma progresiva, transcurrido entre un mes y mes y medio de alimentación deficiente. Indicios psicológicos, tales como el letargo, la apatía y la falta de motivación, suelen preceder a los síntomas físicos: debilidad, falta de coordinación, una piel susceptible a los cardenales, dolor en las articulaciones e hinchazón en las extremidades. Más adelante se produce la inflamación de las encías, acompañada de reblandecimiento y sangrado; el enfermo desarrolla una espantosa halitosis y su piel se vuelve amarillenta. Las hemorragias internas provocan manchas moradas en la piel y bajo los ojos; durante la última etapa de la enfermedad, viejas fracturas de huesos curados se reabren. Finalmente, sin un aporte de vitamina C, terminan por producirse daños vasculares y/o cerebrales que causan la muerte.


Estar en puerto no significaba lo mismo para el tripulante de un buque de guerra del siglo XVIII que para un viajero moderno. Los buques de guerra pasaban semanas o incluso meses fondeados a una distancia considerable de tierra, mientras los tripulantes permanecían a bordo. El acceso a alimentos frescos era prácticamente nulo y había pocas oportunidades de disfrutar de un permiso en tierra.

En la década de 1580, sir John Davis saqueó fruta, patatas y demás hortalizas frescas de los asentamientos españoles en Sudamérica, comentando las bondades de la fruta fresca para combatir el escorbuto. Y en la década de 1590, Sir Richard Hawkins compró limones y naranjas a los comerciantes portugueses en Brasil. Hawkins escribió en la década de 1590: “En los veinte años que llevo navegando, creo haber visto morir unos diez mil hombres consumidos por esta enfermedad.

Poco después, en 1601 el capitán James Lancaster llevó consigo una cantidad de botellas de zumo de limón, que distribuyó entre los tripulantes mientras duraron las provisiones, a tres cucharadas cada mañana en ayunas, sin permitirles que consumieran nada más hasta el mediodía. Más adelante, cuando el escorbuto hizo de nuevo acto de presencia en la expedición, Lancaster condujo su flota a puerto para que los hombres se refrescaran con naranjas y limones, al estar convencido de que aquello les libraría de la terrible enfermedad. Después de comprar miles de limones, puso a sus hombres a trabajar para que los exprimieran y elaboraran agua de limón, o jugo de limón diluido con agua. No se sabe a ciencia cierta cómo se enteraría Lancaster de las bondades del zumo de limón. Quizá fue gracias a los años que había pasado en Portugal de joven, pues los comerciantes portugueses llevaban décadas evitando el escorbuto, en viajes más cortos, mediante el empleo de este remedio. El famoso corsario inglés Sir Francis Drake también escribió que el escorbuto entre sus tripulantes se curaba con abundantes limones.

Los mercantes de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales también recurrían al zumo de limón en sus travesías. La Compañía Holandesa incluso había instalado plantaciones de cítricos en puntos estratégicos de sus rutas comerciales, como en la isla Mauricio y el cabo de Buena Esperanza. Ya en aquella época, el zumo de limón se consideraba la solución universal al problema del escorbuto, aunque nadie sabía explicar por qué era tan efectivo. Asimismo, los primeros colonos de Norteamérica sabían que el zumo de limón curaba el escorbuto.

Sin embargo, y aunque pueda resultar de lo más sorprendente, lo cierto es que por algún motivo que hoy no quedan demasiado claros, el zumo y el agua de limón acabaron perdiendo su vigencia como remedios conocidos y de confianza. Los directores de la Compañía Inglesa y la Holandesa se confiaron después de años de prevención efectiva y a medida que la incidencia del escorbuto descendía, una nueva generación de directores y capitanes navales empezaron a cuestionar el valor de un zumo de limón que no salía precisamente barato ya que los cítricos se cultivaban casi exclusivamente en España y en sus territorios aliados del Mediterráneo y el Atlántico oriental.

En la década de 1630, tan sólo treinta años después del éxito logrado por Lancaster al impedir un brote de escorbuto en su viaje pionero a las islas de las especias, la Compañía de las Indias Orientales fomentaba el empleo del tamarindo y el aceite de vitriolo como remedios contra el escorbuto. A pesar de que algunas embarcaciones siguieron con la costumbre de aprovisionarse de zumo de limón, sólo llevaban una pequeña cantidad administrada directamente por el médico naval, que lo empleaba como remedio por si aparecía algún nuevo brote. Sin embargo, el inconveniente de este sistema, de simplemente reservar el zumo para los casos declarados, era que las cantidades administradas a los navegantes siempre resultaban insuficientes. De poco le serviría a un marinero que mostrara ya los síntomas clásicos del escorbuto una cucharada de zumo de limón, lo cual pudo contribuir a su descrédito entre los médicos navales y capitanes de navío. Sin duda, no fue menor la influencia de ideas como la propuesta, por ejemplo, en 1757, por el médico naval inglés John Travis, quien presentó la desacertada teoría de que el escorbuto no era otra cosa que intoxicación por cobre.

Con los médicos españoles y portugueses el asunto no mejoraba, pues parecían haber seguido el mismo camino fatídico que los ingleses y los holandeses, que les alejaba del zumo de limón. Juan de Esteyneffer aseguraba que "el escorbuto tiene su origen en las obstrucciones del hígado y especialmente del bazo [...] También se da en muchos órganos o en la abundancia de los humores melancólicos."

Con la llegada del siglo XVIII, ya no eran sólo los mercantes los que pasaban largas temporadas en alta mar, sino también las fuerzas navales nacionales pero, así y todo, el empleo del zumo de limón como remedio había caído en el olvido.

Aunque la primera edición de su famoso tratado The Surgeon’s Mate data de 1617, John Woodall sugirió en ediciones posteriores el empleo de la coclearia, los berros, las pasas, las grosellas espinosas, los nabos, los rábanos, las ortigas y otras plantas como antiescorbúticos alternativos, más fácilmente disponibles. Muchas de estas plantas eran buenas fuentes de vitamina C en su estado fresco. Sin embargo, una vez deshidratadas para llevarlas a bordo perdían prácticamente toda su efectividad contra el escorbuto debido a la elevada volatilidad del ácido ascórbico.


A finales del siglo XVII, la noción de que el escorbuto se debía a un desequilibrio de los humores corporales o a gases nocivos había suplantado casi por completo a las observaciones prácticas de los marineros, muy a pesar de éstos. La medicina europea de la época y el sistema de diagnóstico predominate se basaba en el concepto hipocrático del equilibrio entre los cuatro humores del cuerpo. Según Hipócrates, el cuerpo del hombre contiene sangre (corazón), flema (cerebro), bilis amarilla (hígado) y bilis negra (bazo); estos humores componen la naturaleza del cuerpo y a través de ellos se percibe el dolor o se disfruta de la salud.

Hacia mediados del siglo XVIII, el viaje de circunnavegación del globo que emprendió el almirante de la Royal Navy británica George Anson tuvo como consecuencia más importante, más allá de las riquezas obtenidas y del espaldarazo que supuso para el orgullo nacional, el inicio de una época de oro para la investigación del escorbuto en Inglaterra. El viaje generó una mayor conciencia sobre el coste social de la enfermedad; la población ya era plenamente consciente de que fallecían más marineros británicos a causa de este fatídico mal que de todos los demás factores combinados, incluidos los naufragios, los temporales, las demás enfermedades y las batallas navales. Durante las décadas que siguieron al viaje de Anson, hubo una docena de médicos que escribieron sobre la enfermedad y sus posibles remedios, en comparación con la escasez de ideas al respecto que había dominado los dos siglos anteriores.

Afortunadamente para la mayoría de los pacientes, el concepto humoral de la medicina había ido cediendo paulatinamente terreno a lo largo del siglo XVIII, a medida que los médicos empezaron a estudiar con mayor detalle el funcionamiento real de los órganos internos y el sistema circulatorio. Incluso hubo un médico de origen polaco, Johan Friedrich Bachstrom, quien llegó a proponer que el escorbuto se debía exclusivamente a una carencia alimenticia, pero la reacción entre sus colegas fue de escarnio. Escribió que el escorbuto se debía enteramente a una abstinencia total de alimentos vegetales frescos y verdes. Bachstrom dividía las plantas en tres grandes grupos, según su efectividad como antiescorbúticos (de hecho, él fue el primero en acuñar este término). Declaró que las plantas amargas como la coclearia y los berros eran los más potentes y efectivos. Si se hubiera hecho caso a las afirmaciones de este cuasi-desconocido polaco, probablemente el escorbuto no hubiese continuado siendo un gran misterio médico durante varias décadas más.

En 1753 se publicaría, por fin, una obra que iniciaría el proceso definitivo para terminar de una vez y para siempre con siglos de ignorancia, dolor y muerte. El autor era un modesto médico naval escocés... (continuará)


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