Me Kepler, no me Kepler; me Kepler, no me Kepler...

Poco a poco, nuestros protagonistas se van dado cuenta de que han abandonado la Tierra y que se enfrentan a un destino incierto. Resignados a su suerte, embarcan en misión de exploración a bordo de la goleta Dobryna, donde viaja el conde Timascheff en compañía del teniente Procopio, personaje que a pesar de su profesión encarna la razón científica junto con el singular profesor Rosetta. Así, en una de sus primeras y certeras intervenciones, el teniente advierte a Servadac, Ben-Zuf y el conde ruso, de que muy a pesar de sus temores, no se encuentran en caída libre hacia el Sol, sino describiendo una órbita en torno a éste. Su razonamiento resulta intachable, pues Procopio esgrime como argumento que, dado que llevaban viajando un mes y aún así no habían sobrepasado apenas la órbita de Venus, cuya distancia a la Tierra se estimaba en la época en unos 11 millones de leguas (la legua francesa equivale a unos 4,44 km), todavía les restaban al menos otros 27 millones de leguas más. Y aquí justamente residía la imposibilidad, ya que si el cometa Galia (en realidad, cualquier cuerpo celeste) se dirigiese directamente hacia el Sol animado por la fuerza gravitatoria de éste desde una distancia igual a la que se encuentra la Tierra (38 millones de leguas), únicamente emplearía unos 64,5 días (aquí podéis encontrar el cálculo, siempre que no queráis o no podáis imitar vosotros mismos al teniente Procopio, cosa que por supuesto me entristecería enormemente). Un ejemplo más de buena física en la novela del genio francés Jules Verne.

Igualmente sucede con la observación del capitán Servadac acerca de la temperatura de ebullición del agua. En efecto, el agua o cualquier otro líquido comienzan a hervir cuando la presión de vapor en la superficie de los mismos alcanza el valor de la presión atmosférica. Lo que sucede es que este valor de la presión atmosférica depende de la altitud. Así, a nivel del mar, es de 760 mm de mercurio o también denominada 1 atmósfera. Si se ascendiese hasta una determinada altitud, la cantidad de atmósfera que habría sobre nuestra cabeza sería menor y por lo tanto el peso de la columna de aire que soportaríamos se reduciría en consecuencia (este peso por unidad de área no es ni más ni menos que lo que denominamos presión atmosférica). Si echásemos un vistazo a cualquier libro de texto elemental sobre física, encontraríamos que la presión atmosférica sigue una ley de variación exponencial con la altitud, para una determinada temperatura. Pues bien, haciendo uso de la ley anterior y teniendo en cuenta que la presión de vapor del agua a 66 ºC es de unos 200 mm de mercurio, se obtiene que para una temperatura ambiente (no la del agua que tenemos al fuego para llevarla a ebullición) de unos 40 ºC (aproximadamente la temperatura que había en Galia en aquellos momentos) la altitud a la que deberíamos ascender para que se produjese el maravilloso fenómeno de la ebullición sería de 12.000 metros, casi lo mismo que afirma Verne en la novela. Más discutible resulta la capacidad de nuestros amigos para sobrevivir en estas condiciones, que pondrían en problemas muy serios incluso a los alpinistas mejor preparados, quienes deben portar en ocasiones máscaras de oxígeno y sufrir largos períodos de adaptación a las grandes alturas.

Digno de mención resulta, asimismo, el asunto de la temperatura en Galia a medida que los intrépidos aventureros se desplazan alrededor del Sol. Así, y siempre según la novela, allá por el 15 de enero (dos semanas después del terrible cataclismo) la temperatura había ascendido hasta los 50 ºC. Hacia el 18 del mismo mes, la distancia a Venus era de no más de un millón de leguas. Dos días después, aún había decrecido más. Pero a partir de ese momento, se fueron alejando. ¿Qué significaba todo esto? Pues, básicamente, dos cosas. Una, que las estimaciones de las temperaturas dadas por Verne se ajustan bastante bien (en esta ocasión) a las leyes conocidas de la física. Y dos, que si sabemos leer entre líneas, el cometa Galia había llegado a su perihelio (el punto más cercano al Sol para un cuerpo que orbita a su alrededor) a una distancia de Venus próxima a los 4 millones de kilómetros. Este es un dato fundamental para lo que os contaré un poco más adelante, ya que si el profesor Palmirano Rosetta estaba en lo cierto, Galia describiría una órbita elíptica en torno al astro rey, empleando en ella exactamente dos años, y llevándolo a colisionar irremediablemente de nuevo con la Tierra.

Pero, antes de afrontar esto último, permitidme que me detenga un poco más en el asunto de la temperatura. Resulta que para un objeto que recibe únicamente energía en forma de calor procedente del Sol y en el caso de que ambos se comportan según el modelo físico conocido como cuerpo negro, se puede establecer una relación entre la temperatura del objeto, la distancia a la que se encuentran uno del otro, el radio de nuestra estrella y su temperatura superficial. Si se hace uso de dicha relación matemática, se obtiene que a una distancia equivalente a la que se encuentra el planeta Venus, la temperatura debería ser de 69 ºC; a la distancia de Mercurio, 193 ºC; a la distancia de la Tierra, 17 ºC. Obviamente, estos valores no tienen en cuenta, entre otros factores, la posible presencia de atmósferas que pudiesen contribuir al aumento considerable de las temperaturas debido al efecto invernadero, como en realidad sucede con el planeta Venus, cuyo ambiente a nivel de superficie se encuentra muy por encima del valor estimado de 69 ºC. Sin embargo, sí que sería razonable afirmar que en un punto del vacío espacial no demasiado alejado del Sol, por ejemplo, a unos 500 millones de kilómetros, la temperatura habrá caído hasta los -115 ºC. En este punto, merece la pena destacar que Verne se hace eco de los trabajos de los sabios autorizados de su época. Así, cita explícitamente los resultados del “sabio francés Fourier”, cuando afirma que “en las regiones del cielo donde falta absolutamente el aire, la temperatura no puede descender por debajo de los 60 grados bajo cero.” Confieso mi total desconocimiento acerca de los argumentos esgrimidos por el “sabio francés Fourier” para sostener semejante afirmación. Probablemente, influido por estas opiniones de su época, Verne atribuye una temperatura tan poco probable de 6 grados bajo cero en un momento del periplo interplanetario cuando se encuentran “a 100 millones de leguas del astro radiante, distancia casi igual a tres veces la que separa la Tierra del Sol cuando pasa por su afelio.

A medida que Hector Servadac y el resto de protagonistas van adquiriendo conciencia exacta de su desesperada situación, deben ir simultáneamente solucionando las diferentes situaciones en las que se van encontrando. Así, mientras se alejan más y más del Sol hacia los confines del sistema solar, el frío comienza a amenazar sus vidas. En un determinado momento, cuando la temperatura aún no había descendido por debajo de los 2 grados bajo cero, uno de nuestros héroes, tras comprobar que el agua del océano aún permanece en estado líquido afirma que “por fortuna, el mar sólo se hiela a una temperatura inferior a la del agua dulce.” No quedan claras las razones que tiene Verne para asegurar lo anterior. Quizá esté pensando en que la densidad del agua del mar, por llevar sal disuelta, es más alta que la del agua dulce y sabido es que al añadir un soluto en un líquido se modifican tanto su punto de fusión como su punto de ebullición, disminuyendo el primero y aumentando el segundo. Esto último tiene una aplicación curiosa en la cocina que se me acaba de pasar por mi enferma quijotera. Conozco personas que cuando ponen agua en una cacerola para cocer un alimento, añaden la sal antes de que hierva el agua. ¡Mala idea! Lo único que conseguirán es que el proceso de ebullición se retrase, pues el agua necesitará alcanzar una temperatura superior a los 100 ºC. Por el contrario, resulta más conveniente dejar que el agua hierva y a continuación añadir la sal. Un ejemplo muy típico son los huevos cocidos. Atención a mi consejo culinario: poned en un cazo un huevo crudo cubierto de agua casi completamente, llevadlo a ebullición y justamente en ese preciso instante añadid una cucharada sopera de sal; cuando vuelva a hervir el agua dejad transcurrir 12 minutos exactamente (caprichitos tontos de la albúmina del huevo), poned el cazo bajo el grifo de agua fría, sacad el huevo e intentad retirarle la cáscara. Comprobaréis maravillados como sale en dos o tres trozos enormes en lugar de los 3000 de costumbre (sin sal en el agua) y que el huevo está perfectamente cocido, en su punto.

Retomando lo que decía unas líneas más arriba, quizá Verne pensara en el asunto de la densidad del agua de mar, pero también podría haber pensado en otras cosas que había afirmado antes y que tienen que ver con la presión atmosférica que reinaba en Galia. Aunque si hubiera hecho esto habría llegado a una conclusión bastante curiosa. Y es que resulta que mientras el punto de ebullición del agua disminuye considerablemente al reducirse el valor de la presión atmosférica, lo que explica la observación del capitán Servadac acerca de la ebullición del líquido elemento a 66 ºC, no sucede así con el punto de fusión, el cual permanece prácticamente constante e inalterable ante cambios bruscos de presión (ver figura).

Un poco más adelante, puede leerse en la novela:

A pesar del descenso de la temperatura el mar estaba todavía líquido. Esta circunstancia se debió a su absoluta inmovilidad porque no turbaba su superficie ni un soplo de aire. En tales condiciones, sabido es que el agua puede soportar cierto número de grados bajo cero sin congelarse. Pero un simple choque basta para que se produzca la congelación súbitamente.

El hecho descrito en el párrafo anterior le sirve a Verne para aleccionar a sus lectores sobre otro hecho científico probado, aunque dotándolo de un cierto sentido de la maravilla, narrándonos que Nina, una niña de nacionalidad italiana que viajaba también a bordo del cometa, en un determinado instante y ante la mirada atónita de todos, “lanzó una piedra y el mar de Galia se solidificó repentinamente en toda su superficie.” Espectacular, no me lo negaréis. Aunque parezca una exageración con evidentes tintes de finalidad dramática literaria, pues presenciar la congelación de todo un mar por una pedrada no debe tener precio, la verdad es que el fenómeno aludido por Verne es completamente cierto. En efecto, en determinadas condiciones, por ejemplo, cuando el agua es bastante pura y no se encuentra en estado de agitación, se puede conseguir sobreenfriarla, es decir, hacer que permanezca líquida incluso unos cuantos grados centígrados por debajo de cero. De esta manera, el agua alcanza un estado denominado metaestable que desaparece rápidamente ante cualquier tipo de perturbación (un golpe, por ejemplo). Echadle un vistazo a este vídeo, merece mucho la pena.

Y dado que esto se está alargando de forma harto preocupante, he dejado para el final el gran error de Verne en la novela. Recordaréis que os había dejado caer que, según las observaciones y los cálculos llevados a cabo por Palmirano Rosetta, el cometa Galia se dirigía con todos nuestros intrépidos viajeros a lomos del mismo, rumbo a una nueva colisión contra la Tierra (o lo que quedase de ella), cosa que acaecería en un tiempo exacto de dos años (teniendo en cuenta las perturbaciones que le causarán Júpiter, Saturno y Marte) a contar desde el mismo instante en que había acontecido el primer suceso, a saber, la noche del 31 de diciembre al 1 de enero. Hacia el 20 de enero habían alcanzado el perihelio de la órbita de Galia, habiéndose aproximado al planeta de Venus a una distancia menor de un millón de leguas (unos 4 millones de kilómetros). Según describe Verne en la novela, en boca del anciano Rosetta, el 15 del mes de enero del año siguiente a la hecatombe, “Galia pasaba por su afelio, a 220 millones de leguas del Sol”.

Tras un buen montón de aventuras y desventuras, como la captura de Nerina cuando se encontraban a 110 millones de leguas, inmersos en el cinturón de asteroides comprendido entre las órbitas de Marte y Júpiter o el desprendimiento de un enorme fragmento del mismo Galia que produjo una nueva reducción a la mitad (cortesía de la ley de conservación del momento lineal) del período de rotación del fragmento a bordo del cual aún viajaban el capitán Servadac y sus amigos. Temiendo que este suceso modificase su órbita, enseguida serían informados pertinentemente por el profesor Rosetta de que semejante acontecimiento no tendría influencia alguna sobre el tiempo estimado para el encuentro entre Galia y la Tierra. Y esto resulta especialmente curioso, pues aunque sí que es cierto que el período orbital de un cuerpo alrededor del Sol depende de la masa de aquél, su influencia es mínima mientras ambas masas no sean comparables en magnitud, cosa que no sucede para ningún cuerpo conocido en nuestro sistema solar (tan sólo Júpiter, el mayor de los planetas, posee una masa 1000 veces menor que la del Sol). Así pues, parece ser que el anciano Rosetta conocía a la perfección la tercera ley de Kepler cuando afirmaba que la colisión seguiría teniendo lugar en 2 años exactamente, ya que dicho tiempo, conocido como período orbital solamente depende de la masa del Sol (la masa del objeto que orbita es totalmente despreciable y no influye en el cálculo) y de la distancia media entre éste y el cometa Galia, en nuestro caso. Pues bien, según esa misma ley que tan bien parece aplicar el amigo Palmirano, si probamos a introducir en ella los datos proporcionados por la observación del mismo profesor: 26 millones de leguas para el perihelio y 220 millones de leguas para el afelio, la ecuación arroja como resultado que el período orbital debería ser de 5,83 años. Nada que ver con los 2 años exactos. ¿Encuentro con la Tierra? Nada de eso, ya que ésta se habrá desplazado de su cita nada menos que una distancia equivalente a la que recorrería en 0,83 años. O nuestros amigos pilotan el cometa o sólo encontrarán vacío, vacío y nada más que vacío, amén de la más que considerable duración del viaje, casi el triple de lo estimado inicialmente. Para que se cumpliese ese período bienal, la distancia media de Galia al Sol debería ser de tan sólo 238 millones de kilómetros (1,59 Unidades Astronómicas) y no de 3,24 UA como se afirma en la novela (la distanca se calcula como la mitad de la suma del afelio y del perihelio). La única solución que haría plausibles los números proporcionados por Verne en su novela consistiría en atribuir al cometa Galia una masa mucho mayor que la estimada por Palmirano Rosetta. De hecho, debería ascender hasta 7,5 veces la masa del propio Sol. Pero entonces, todos los fenómenos observados por Hector Servadac y su ordenanza Ben-Zuf al principio de la novela no tendrían ningún sentido. Y así, una vez más, y tal y como el cometa Galia hace al final del relato, hemos partido de hechos inexplicables y hemos regresado de nuevo a ellos. Esquivar cometas… Hummm. ¡Acojonante! Buena excursión, ¿eh?

1 comentario:

  1. Me ha encantado la trilogía, tengo que leerme este libro. Por cierto, el truco de los huevos voy a aplicarlo, soy de los que saca el huevo y le quita la cáscara a trocicos :S

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