El evento Naukas Bilbao 2013 y la guerra perdida de la divulgación

Durante los pasados días 27 y 28 de este mes se ha estado celebrando el evento Naukas Bilbao 2013, uno de los mayores acontecimientos en el campo de la divulgación científica que tienen lugar en nuestro país.

Al igual que en las otras dos ocasiones en que tuvo lugar (2011 y 2012) el éxito de las jornadas fue rotundo, con gran asistencia de público (excepto el viernes 27 en la sesión matinal y seguramente motivado por ser día laborable).

Por el Paraninfo de la UPV, lugar en que tenían lugar las charlas, entrevistas, actuaciones y demás actividades (incluidos espectáculos de ciencia para los más jóvenes, de 6 a 12 años) fueron desfilando casi medio centenar de ponentes, cerebros privilegiados a la hora de comunicar pasión por la ciencia, conocimiento, saber hacer y sentido del humor. Y digo ponentes y cerebros con toda la intención porque se trataba de personas, sin género ni sexualidad, con los cromosomas ocultos. No sé si había 2, 10, 15, 20, 40 o 44 pares de cromosomas XX, XY o cualquier otra combinación determinada. Yo misma/o no lo tengo nada claro porque nunca me he sometido a un examen detallado de mi código genético, así que como escéptica/o que soy y si me baso únicamente en pruebas científicas, no sé cuál es mi sexo, si es paritario o desparasitario. Mucho menos aún me atrevería a conjeturar sobre el sexo de todos/as los/as que subieron al escenario a enseñarme algo de lo mucho que sabían. En lo que a mí respecta, eran ángeles. Fin de la cita...

Desde estos párrafos me gustaría agradecer a todas esas personas todo lo que me han aportado, tanto en el terreno personal como en el científico. Queridos ángeles, gracias, muchísimas gracias a:

  • Miguel Santander, por tu charla, por tu compañía, por tus libros y por la dedicatoria que me firmaste.
  • Dani Torregrosa, por tu Jekyll y por tu Hyde, por tu inquebrantable espíritu en defensa de la química, la única química. Y por tu amistad.
  • Carlos Lobato, por ser un fenómeno, por tus juegos, por tus tronos y por querer salir en una foto conmigo. Ah, y por tu acento sevillano.
  • Héctor Vives, por venir a saludarme y hablarme, incluso a pesar de haberme perdido tu charla. No te preocupes, ya la he visto esta mañana en streaming. ¡¡Estupenda!!
  • Juan Ignacio "Iñako Pérez, por seguir apreciando mi compañía, a pesar de los desaguisados que te he montado en estos tres años, por soportar con comprensión mis manías y caprichos, por organizar todo este jaleo, por tu tranquilidad, tu sosiego, por estar ahí.
  • Txema Campillo, por tu tesón, tu infatigable quehacer a la hora de retransmitir todo lo que se decía en el escenario, incluso cuando se decía demasiado. Eres grande.
  • J.J. Gallego, por habernos contado por primera vez en el escenario tus pasiones científicas y por hacerlo estupendamente, por darme ánimos siempre en mis charlas majaderas y por seguir dirigiéndome la palabra.
  • Carlos Briones, por mostrarnos tu sabiduría y por compartir mesa, arroz y muerte por chocolate.
  • Eugenio Fernández, por tus gamberradas, por tu simpatía sin fin, por ser un tío enorme a pesar de tu estatura, por tus risas, por tus ocurrencias, por ser el único con quien te tomaste una infusión sin alcohol, por sevillano más que gaditano y por tantas y tantas cosas que ahora no se me ocurren.
  • Paco Bellido, por tus charlas magistrales (¡menuda novedad!) y la sensación de maravilla que siempre me dejas después de escucharlas. Hermosas, esa es la palabra.
  • Julián Estévez, por tu claridad y capacidad didáctica al hablar de temas tan curiosos para mí y por haberme considerado digno de garabatearte un libro.
  • Pere Estupinyá, por el agradable y breve rato que pasé contigo momentos antes de tu charla. Ah, y por tus pinceles.
  • Miguel García, por recordarme que se puede ser daltónico pero no ciego a la hora de mirar un mapa, por tu manera de bailar. Y, bueno, lo del karaoke mejor me lo callo.
  • Arturo Quirantes, por el balazo que me metiste al disparar al público disfrazado de Chuck Norris. Menos mal que era de fogueo.
  • Mauricio Schwarz, por tu intento de eliminar la tontería pseudoperiodística del mundo, con ese estilo tuyo, inigualable.
  • Francis Villatoro, por intentar llevar a la gente esos temas tan difíciles, por el gratificante debate que mantuvimos sobre la educación y la divulgación en uno de los descansos, por tu txapela.
  • Daniel Marín, por contarnos tus experiencias y aventuras espaciales. Al igual que Julián, por dejar que te estropeara un libro.
  • Fernando del Álamo, por tu interés personal en mí, por tu conversación, siempre reconfortante y llena de ánimos, por tu excelente charla.
  • Mario Herrero, por abrazarme a pesar de haber sido profesor tuyo. Y por joder las ilusiones de trekkies y demás, sobre todo.
  • Miguel A. Morales, por tus infinitos calcetines de superhéroe, por madridista y a pesar de todo sabio.
  • Alfred López, por despertarnos aún más la curiosidad a los que ya la tenemos y queremos mantenerla, por divertirnos a la vez que nos enseñas, por firmarme tu estupendo libro.
  • Ambrosio Liceaga, por ser como siempre has sido, un señor de pies a cabeza, por tus siempre descomunales charlas. Siempre te he dicho que son de mis preferidas y la de este año no lo fue menos.
  • José A. Prado, por haberme abierto el apetito pese a las horas que eran, por esa gracia sevillana a la hora de hablar de matemáticas y por dejarme un huequecito en tu vida personal. Un beso para quien tú ya sabes...
  • Gaizka Ortiz, por tu optimismo, del que tenemos mucho que aprender, aunque seamos científicos. La realidad puede ser difícil de alcanzar pero no por ello debemos dejar de soñar. Gracias por luchar contra tus propios miedos y vencerlos.
  • Fernando Frías, por tu tenacidad y paciencia con los tontos, los descerebrados y demás criaturas universitarias.
  • Clara Grima, por tu salero, por tu gracia, por tu arrolladora personalidad, por tu numerismo, por tu didáctica, por dedicarme tu libro y seguro que por algo más que ahora se me olvida.
  • Manu Arregi, por tocar en tu charla mi gran pasión: los errores científicos en el cine, y por hacerlo tan estupendamente.
  • Almudena Castro, por ser música para mis oídos, por haberme permitido el privilegio de charlar contigo, aunque tan sólo fuese un ratito muy breve. ¡Suerte con la física!
  • Iñaki Úcar, por sus locas gráficas y todas las risas que me pude echar con ellas. Iñaki, se las enseñaré a mis estudiantes, no lo dudes. Aunque también te digo que probablemente no les vean la gracia. No te preocupes, ellos son así.
También me gustaría reconocer el enorme mérito de otras personas sin cuya colaboración, esfuerzo y dedicación inagotables, no podría haber sido posible el evento. Me refiero a Javier Peláez, espíritu irreductible, infatigable, gran persona y a quien admiro profundamente, a pesar de que conmigo es un auténtico cabronazo (Peláez, sabes que te quiero. Besinos); Antonio Martínez, periodista y sin embargo no inepto, sino todo lo contrario, estupenda gente, hábil entrevistador y lamentable, aunque pitoniso, dedicador de libros; José Cuesta, PERSONA con mayúsculas, no se me ocurre decir nada mejor de él, de esos tipos que te llevarías contigo el día del fin del mundo; Rosmari, su pareja, la alegría de la huerta, preguntadora y curiosa insaciable y que tiene la descabellada idea de preguntarme a mí estando rodeada de talentos y mentes infinitamente superiores a la mía; Miguel Artime, estupendo compañero de viaje y alma gemela en docenas de detalles que nos hacen pensar que igual los magufos no están del todo equivocados; Su mujer, Pili, que me cae genial aunque no aprecie la sopa de melón.


Finalmente, me he dejado con toda la intención a mi gran amigo, a mi hermano del alma. Hace unos meses, durante una de nuestras numerosas conversaciones a distancia (malditos sean los 900 kilómetros que separan Oviedo y Murcia) le aconsejé que en su próxima charla en Naukas Bilbao dejase a la gente con el corazón dolorido, que les tocase la sensibilidad, que los intentase poner en pie con las cosas que nadie como él sabe hacer, con su inconmensurable capacidad para divulgar, con su estilo, su actitud y su profesionalidad. Ya lo creo que lo hizo. Nunca he llorado en una conferencia científica. Hace dos días, después de su charla en Bilbao, tuve que correr a esconderme por un rato, justo después de abrazarle fuertemente como se merecía. Veinte minutos después volví a encontrarle, esta vez en la calle y rompí a llorar al mirarle a la cara. Escribo estas líneas y me siguen rodando las lágrimas por la mejilla. Esta persona se llama JOSÉ MANUEL LÓPEZ NICOLÁS y todo lo que diga sobre él jamás hará justicia sobre lo que siento por él. Con que me dirija la palabra me considero afortunado, privilegiado. Personas como él son los gigantes a cuyos hombros me gustaría subirme y que mis estudiantes me siguieran. Desde ellos, estoy seguro, verían alto, muy alto...

Después de la parte emotiva, es el turno de la más personal. Como ya sabéis muchos de los que leéis este blog, el evento Naukas Bilbao es fundamentalmente una reunión de divulgadores, personas que colaboran habitualmente en la plataforma web Naukas.com y que intenta llevar a la gente un poquito de ciencia, escepticismo y humor.

Después de haber citado, uno por uno, a todos los divulgadores participantes con los que tuve ocasión de hablar, aunque fuese un ratito (pido perdón si me he olvidado de alguien, no le he hecho a propósito) dejo un huequecito para mi propia persona, mi puto cerebro y alguna que otra zarandaja.

Bien, mi contribución de este año al evento consistió en una de las breves charlas, de 10 minutos de duración, titulada "De vieiras, submarinos y espermatozoides". En ella pretendía llamar la atención sobre las dificultades que tienen que vencer los organismos microscópicos para desplazarse en el seno de fluidos viscosos, donde el número de Reynolds es bajo. No era mi intención impartir una clase de física, ni muchísimo menos, sino tan sólo estimular la curiosidad, motivar. Nada más, pero tampoco nada menos. No sé si lo logré porque soy de esas personas que piensan que la guerra de la divulgación científica (como me gusta llamarla), esa irrefrenable ansia que tenemos por que la sociedad sea científicamente culta, está perdida. Los divulgadores de la ciencia tenemos que luchar contra enemigos demasiado numerosos y mucho más poderosos que nosotros y nuestras armas de madera producen risa en una guerra en la que el contrario posee armamento nuclear.

¿Quiere lo anterior decir que debemos bajar los brazos? No, al contrario. La historia de la humanidad y la historia militar nos han enseñado en no pocas ocasiones que la resistencia, unida y organizada, puede hacer mucho daño a un ejército disciplinado y poderoso. La guerra de guerrillas puede terminar con un imperio a base de tesón.

Ahora bien, dejad que os muestre tan sólo un poquito de los archivos secretos del enemigo, obtenidos con gran peligro de mi vida, durante una incursión en el aula de la universidad en la que imparto clases. A ver si sois capaces de imaginar contra qué clase de fuerzas oscuras estamos luchando.

Como os digo, la semana pasada les pasé una brevísima encuesta anónima a 45 de mis estudiantes de ingeniería (primer curso universitario, es decir, personas con una edad mínima de 18 años). Constaba de 5 preguntas que se respondían en no más de una línea y unos 10-20 segundos. Eran las siguientes:

  1. ¿Qué es la divulgación científica?
  2. ¿Lees libros de divulgación científica?
  3. ¿Conoces algún blog de divulgación científica?
  4. ¿Conoces el nombre de algún divulgador científico?
  5. ¿Cuántos libros, de cualquier temática, lees al año?
Las respuestas que obtuve las resumo a continuación.

Veréis, en la primera pregunta, obtuve en 23 ocasiones (51 %) la respuesta "No lo sé". Las otras 22 respuestas eran de lo más variopinto y no me atrevo a reproducirlas todas ellas aquí, para que no les dé a ustedes un ataque de mala ortografía, incapacidad para expresar de forma escrita una idea coherente y alguna otra aberración por el estilo. Tan sólo les diré que únicamente 4 respuestas expresaban de forma aproximada lo que es la divulgación. Lo que están leyendo: ¡4 de 45!

Las respuestas a la segunda pregunta son muy fáciles de expresar numéricamente: 43 personas respondieron NO, 2 personas respondieron SÍ.

Tercera pregunta: 41 personas respondieron NO, 2 NS/NC y las otras dos SÍ. De estas dos respuestas afirmativas, una daba el nombre del blog que leía: Forocoches.


Cuarta pregunta: 32 personas no conocían el nombre de divulgador alguno, 2 no contestaron, una persona conocía a Carl Sagan, otra a Brian Green (sic), una más a Stephen Hawking, una a Newton (¡!), una más a Punset y otra a "el gran Punset" (literalmente). Las cinco personas restantes respondieron "Sergio Palacios". Ya ven, uno es profeta en su tierra, aunque sea un poquito, muy poquito...

Finalmente, el promedio de libros leídos por los estudiantes del primer curso del grado en ingeniería a lo largo de todo el año apenas llega a SEIS. Insisto, en promedio. Haría falta un análisis estadístico más detallado, con su media, su moda y su desviación típica, pero así y todo, la cifra da que pensar. ¿No creen?

Termino, pues no es el objetivo ni la intención de este post analizar los resultados que acabo de exponer. Únicamente quiero que ustedes mediten, piensen, reflexionen y que cada uno extraiga sus conclusiones. Lo realmente interesante es el debate que se puede y me gustaría horrores se produjese.

¿Tenemos la guerra perdida o no?




EPÍLOGO:

La tercera edición de Naukas Bilbao finalizó el sábado 28 de septiembre, a eso de las 20:00. El último acto consistió en la entrega de premios. Se otorgaron en tres categorías, a saber: Mejor Blog Naukas, Colaborador más Activo Naukas y Mejor Divulgador Naukas.

El primero de ellos recayó en la persona de Daniel Marín, autor del blog "Eureka". El premio al colaborador más activo fue recibido por Arturo Quirantes, autor del blog "Física de Película". Finalmente, el mejor divulgador del año, siempre a criterio de Naukas, fue recogido en el escenario por el autor de estos párrafos. ¡Gracias a todos aquellos que tuvieron algo que ver en mi elección y, sobre todo, a quienes me apoyan y disfrutan con mi forma de hacer, de trabajar y ser en la divulgación! Se lo dedico a todos ellos.

Soy consciente de que todos los premios tienen mucho de injusticia y de suerte. Pero no es menos cierto que ahora sé que también producen una agradable sensación de placer, un calambrazo de vanidad y un esbozo de sonrisilla malévola. ¡¡Salud!!



Universos ocultos (reseña)

Hace ya algún tiempo que concluí la lectura del libro de Lisa Randall Universos ocultos: un viaje a las dimensiones extras del cosmos, editado por Acantilado (la edición original, en inglés, es de 2005) y que prácticamente dentro de unas pocas semanas se cumplirán dos años de la presentación en España por su autora, catedrática en Princeton. Tengo que reconocer que me ha costado casi un mes, no queriendo decir con ello que el libro se haga indigesto, ni mucho menos. Sencillamente, se trata de un texto que presenta un nivel de abstracción y complejidad no despreciable.

El libro de Randall, siempre según mi visión personal, se puede dividir en tres secciones o bloques claramente diferenciados. En el primero, absolutamente brillante y desde luego mi preferido, afronta, desde un punto de vista divulgativo, el concepto de dimensión extra. Para ello utiliza imágenes cotidianas, como mangueras, aspersores, que aunque parezca increíble, le dejan a uno la sensación de haber comprendido el concepto de dimensión enrollada, compactificada. Sin duda, unos primeros capítulos de un nivel y capacidad divulgativa enorme y deslumbrante.

A partir de aquí, el texto se introduce en el mundo de la física de partículas, el modelo estándar, el bosón de Higgs y las teorías de cuerdas. El nivel teórico no es bajo y se requiere una concentración elevada para no perderse, aunque los fanáticos y curiosos por el mundo de las partículas elementales seguramente se muestren halagados. Las explicaciones de Randall no son precisamente breves (al fin y al cabo, el libro tiene más de 600 páginas) y en muchas ocasiones repite varias veces el argumento revisado, lo cual facilita su asimilación, como si se tratase de una clase en la universidad. Y aún se refuerza más el carácter pedagógico al final de cada capítulo, donde se recoge un resumen con los puntos claves analizados a lo largo del mismo.

El tercer bloque se adentra en el trabajo mucho más personal de la autora y sus colaboradores a lo largo de los años. Describe y analiza las ventajas y desventajas de las teorías de cuerdas, sus predicciones teóricas y algunos potenciales experimentos para someterlas a prueba, las dualidades entre teorías aparentemente distintas y que producen, sin embargo, las mismas consecuencias físicas, el problema de la jerarquía o por qué la gravedad es tan débil en comparación con las otras tres fuerzas fundamentales de la naturaleza: la nuclear fuerte, la débil y la electromagnética. Finalmente, aborda el apasionante mundo de las branas, probablemente el campo al que más ha contribuido la autora. Branas, dimensiones extras pequeñas, grandes y muy grandes, incluso infinitas e invisibles recorren los últimos capítulos del libro, dejando un buen sabor de boca final.

En definitiva, el libro de Lisa Randall resulta absolutamente recomendable por muchas razones como el enorme prestigio profesional de su autora, su capacidad divulgadora, muy brillante en ocasiones por la riqueza de imágenes mentales que proporciona. No menos reseñable es que se puede aprender una cantidad inestimable de física de partículas y teoría de cuerdas (a nivel divulgativo, por supuesto) sobre todo para alguien como yo, que nunca he sido, lo reconozco, un forofo del tema. Pero, sin duda, la razón más importante con la que yo me quedaría para recomendar el libro es que Lisa Randall transmite perfectamente cuál es el espíritu de la ciencia, siempre abierto a nuevos hallazgos, en continua renovación, sin afirmaciones tajantes e intolerantes. Esto se ve con claridad meridiana en los últimos capítulos, donde afirma una y otra vez que disponemos de modelos, teorías del universo, pero que ello no siginifica en absoluto que el mundo se comporte así en realidad. Al fin y al cabo, puede que ni siquiera el espacio y el tiempo existan...

Un genio solitario y cinco relojes (3ª parte y Epílogo)


(viene de aquí) Tras la segunda prueba del H-4, en el verano de 1764, el Consejo dejó que pasaran varios meses sin decir una palabra, esperando que los matemáticos y astrónomos hicieran las comprobaciones pertinentes. Cuando finalmente emitieron su veredicto, el reloj había demostrado que podía dar la longitud con una precisión de escasamente 16 kilómetros, tres veces mejor que la exigida en las bases del premio establecidas 50 años atrás.

Aquel mismo otoño, el Consejo se ofreció a hacer efectiva la mitad del premio a condición de que Harrison entregase, a su vez, todos los relojes marinos y revelase los maravillosos secretos que ocultaban sus maquinarias. El premio completo, las 20000 libras, sólo se le entregarían si él mismo se comprometía a supervisar la construcción de dos copias del H-4. Nathaniel Bliss murió a los dos años de ocupar el puesto de director del observatorio. Como en la peor de las pesadillas, su sucesor, en enero de 1765, sería nada más y nada menos que el reverendo Nevil Maskelyne.

Finalmente, Harrison no tuvo más remedio que plegarse a los caprichosos deseos del Consejo. El 14 de agosto de 1765 una comisión delegada llegó a su casa. Tardó 6 días en desmontar y enseñar pieza a pieza el H-4. Se le obligó a montarlo de nuevo y entregarlo, cerrado con llave, en su caja. Se le arrebataron sus esquemas, dibujos y planos mientras debía construir las dos copias exigidas.

Mientras tanto, Maskelyne seguía porfiando para publicar las efemérides náuticas para uso de los navegantes interesados en determinar la longitud mediante el método de la distancia lunar. Con los nuevos datos aportados se conseguía reducir de cuatro horas a treinta minutos el tiempo necesario para averiguar la posición en el mar. Sus tablas se utilizaron hasta después de su muerte, en 1811, pues incluían predicciones hasta el año 1815. Se continuaron publicando hasta 1907 las tablas lunares y el almanaque náutico hasta nuestros días.


En abril de 1766 el Consejo decidió someter el H-4 a otra prueba más. Se trasladaría del Ministerio de Marina al Real Observatorio, donde debería permanecer por un tiempo no inferior a diez meses, supervisado por el mismísimo Maskelyne, quien acudió personalmente a casa de Harrison a recoger los cuatro relojes. Durante el transporte hasta el vehículo, los operarios dejaron caer al suelo el H-1. El H-2 y  el H-3 viajaron por Londres en un carro sin suspensión en las ruedas. El H-4 se transportó en barco por el Támesis hasta Greenwich.

El H-4 falló en la prueba de diez meses en el observatorio, entre mayo de 1766 y marzo de 1767. Llegaba a adelantar hasta 20 segundos al día. Quizá fuese consecuencia de haberlo desmontado pero algunos autores afirman que Nevil Maskelyne lo maltrató mientras el reloj se mantuvo a su cargo. Otros opinan que distorsionó la prueba a propósito.

Era bien conocido que el método de la distancia lunar adolecía de ciertos problemas, a saber: todos los meses, durante unos seis días, la Luna se encuentra tan próxima al Sol en el cielo que no es visible y, consecuentemente, no pueden efectuarse mediciones. En esta situación, Maskelyne le atribuía cierta utilidad al H-4. También vendría bien un reloj para los 13 días al mes en que la Luna ilumina la noche y se halla en el extremo opuesto del mundo respecto al Sol.

Harrison se quejó de que el H-4 había sido expuesto a la luz directa del Sol. En el interior de una caja, con cubierta de cristal, el reloj tuvo que haber soportado temperaturas sofocantes. Casualmente, el termómetro para medir la temperatura se encontraba en el otro extremo de la habitación y confortablemente a la sombra. Allí mismo terminó la relación de Maskelyne y los Harrison. Nunca jamás volvieron a dirigirse la palabra.

Cuando John Harrison solicitó al Consejo que le devolviese el H-4, éste rehusó. Tan sólo se le facilitaron dos copias del libro en el que aparecían sus esquemas y descripciones.


En 1770, otros seis años más tarde, John Harrison había concluido el primero de los relojes encargados por el Consejo: el H-5. Aún dedicaría otros dos años a probarlo y ajustarlo debidamente. Cuando le hubo convencido, Harrison ya había cumplido 79 años. Convencido de que no viviría para construir el H-6 decidió acudir al rey George III. Reunido con William en el castillo de Windsor, cuenta la historia que el monarca hizo las siguientes afirmaciones:

- A esta gente la han tratado cruelmente [...] ¡Por Dios, Harrison, yo me encargaré de que se le haga justicia!

Decidido a someter en persona a prueba el H-5 en el observatorio privado de Richmond, al principio el reloj se mostraba errático, hasta que el mismo rey George se acordó de que había dejado cerca de él unos imanes. Al eliminarlos todo volvió a lo que se esperaba del H-5. Al cabo de diez semanas, entre mayo y julio de 1772, defendió con orgullo el reloj, que había demostrado su precisión hasta el impresionante límite de un segundo cada tres días.

Acuciados por el gobierno, los miembros del Consejo de la Longitud no tuvieron más remedio que  reunirse el 24 de abril de 1773. Por sugerencia del rey, Harrison abandonó las reclamaciones por vía judicial, optando por apelar al corazón y los sentimientos de los ministros. Para entonces era un anciano. A finales de junio, Harrison recibió 8750 libras. Sin embargo, no era el premio codiciado, sino una gratificación concedida por la benevolencia del Parlamento, muy a pesar del Consejo. Se cambiaron allí mismo los términos en los que podía reclamarse el premio. Jamás volvió a hacerlo nadie.

En julio de 1775 regresó el capitán James Cook de su segundo viaje, deshaciéndose en elogios hacia el K-1, la réplica del H-4 realizada por Larcum Kendall, un antiguo aprendiz de John Jefferys. Posteriormente, en su tercer y último viaje, Cook volvió a llevar consigo el K-1. Cuenta la leyenda que cuando fue asesinado a manos de los indígenas hawaianos, en 1779, el reloj dejó de funcionar.

John Harrison murió, finalmente, el 24 de marzo de 1776, adquiriendo inmediatamente el estatus de mártir entre el honorable gremio de los relojeros. Durante décadas se había mantenido, prácticamente en solitario, siendo la única persona en el mundo que buscaba una solución seria al problema de la longitud con algo aparentemente tan iluso como un reloj mecánico. No fue nadie más que él quien, de pronto, y a raíz de su enorme éxito con el H-4, propició que legiones enteras de relojeros empezaran a atender la llamada de controlar el tiempo marítimo. De hecho, incluso algunos relojeros actuales aseguran que la obra de Harrison tuvo tanta influencia que propició y facilitó el dominio inglés de los océanos que desembocaría, finalmente, en la creación del Imperio Británico.


EPÍLOGO

Tras la muerte de John Harrison, hacia la década de 1780, los precios de los cronómetros disponibles en el mercado oscilaban entre las 65 y las 80 libras esterlinas. Aun cuando los marinos tenían que pagarlo de su propio bolsillo, la mayoría lo hacía de buena gana a pesar de que un sextante de calidad y unas tablas de distancias lunares apenas si llegaban a las 20 libras. En pruebas de comparación, los cronómetros demostraron una precisión mucho mayor que las tablas lunares, sobre todo por su mayor facilidad de uso. El engorroso método astronómico, que requería una serie de observaciones, consultas de las efemérides y cálculos correctivos, abría muchas puertas al error.

El censo internacional de relojes marinos ascendió de un solo ejemplar en 1737 a casi cinco mil en 1815. El Consejo de la Longitud ya no era necesario y sería disuelto oficialmente en 1828, tras 114 años de existencia.

Existen testimonios de que cuando el Beagle, el barco en que viajaba Charles Darwin, zarpó en 1831 iba cargado con 22 cronómetros. En 1860, cuando la Marina de Guerra contaba con menos de 200 buques en todos los mares, poseía casi 800 ejemplares. Ya era costumbre utilizarlos. Al cabo de poco tiempo el cronómetro pasó a ser algo cotidiano y su polémica historia, junto al nombre de su inventor, quedaron en el olvido.


La hora media de Greenwich, a la que todo el mundo ajusta hoy su reloj, viene indicada hasta la millonésima de segundo, en la Casa del Meridiano, sobre la pantalla de un reloj atómico cuya vertiginosa velocidad digital simplemente resulta demasiado rápida para que el ojo humano la pueda captar.

Irónicamente y en un increíble giro del destino, la Historia recordará para siempre que fue Nevil Maskelyne quien llevó el meridiano principal a su actual situación, a unos 11 km del centro de Londres.

En la Conferencia Internacional sobre el Meridiano, celebrada en Washington en 1884, se declaró el meridiano de Greenwich el meridiano principal del mundo. Sin embargo, los franceses no lo aceptaron y mantuvieron el del Observatorio de París hasta bien entrado el siglo XX, en 1911.

El lugar de honor de Flamsteed House lo ocupan ahora los relojes de Harrison: el H-1, el H-2 y el H-3. Maskelyne jamás les dio cuerda. Se limitó a guardarlos desdeñosamente en lo profundo de un almacén húmedo, donde permanecieron olvidados hasta 1836. Su restauración llevó cuatro años enteros.


Hacia 1920, el capitán de la Marina de Guerra inglesa, Rupert T. Gould, comenzó a mostrar interés por los relojes. Se ofreció a limpiar gratuitamente los cuatro. Empleó nada menos que doce años de su vida, casi siete de ellos exclusivamente en el H-3. Rellenó dieciocho cuadernos con dibujos, esquemas y complejas descripciones, mucho más claras  y explicativas que las del propio John Harrison. Concluyó su titánica labor alrededor de las 4 de la tarde de un tormentoso 1 de febrero de 1933. Tan sólo cinco minutos después, el H-1 comenzó a funcionar de nuevo, por primera vez desde el 17 de junio de 1767.

Los relojes aún siguen funcionando, en la actualidad, en la galería del Real Observatorio de Greenwich. El conservador del Museo Marítimo Nacional que está a su cargo se refiere a ellos como "los Harrison", como si fueran una familia...



Fuentes:

The longitude problem from the 1700s to today: An international and general education physics course. T. J. Bensky. American Journal of Physics. Vol. 78, 40-46. January 2010.

Longitud. Dava Sobel. Círculo de Lectores. 1999.




Un genio solitario y cinco relojes (2ª parte)


(viene de aquí) El H-2 fue presentado por John Harrison en enero de 1741, casi cuatro años después y dos más tarde de lo que había acordado. Así y todo, Harrison volvió a repetir argumento. Ya no estaba satisfecho con su obra y solicitó volver a intentarlo. El H-2 nunca se hizo a la mar. Sometido a pruebas de calentamientos y enfriamientos, a grandes agitaciones y vapuleos diversos, salió muy bien parado de todos los avatares, ganándose el pleno respaldo de la Royal Society. El siguiente modelo, el H-3, requeriría de casi otros 20 años de trabajo.

Por aquel entonces, los marinos debían valerse de la ayuda de complicados instrumentos, combinaciones de observaciones que debían repetir no menos de siete veces consecutivas en aras de la precisión, y tablas de logaritmos que habían recopilado de antemano auténticos ordenadores humanos. Se empleaban unas cuatro horas en calcular la hora con ayuda de la esfera celeste. El inmenso reloj del firmamento se constituía en el principal competidor de John Harrison. La única alternativa razonable a sus relojes parecía ser el método de la distancia lunar.

En 1731 otros dos inventores habían creado de forma independiente el instrumento del que dependía el método de la distancia lunar: eran John Hadley, un hacendado rural, y Thomas Godfrey, un vidriero indigente de Filadelfia. Hasta el mismo Isaac Newton albergaba planes para un aparato casi idéntico, pero su descripción estuvo perdida hasta mucho después de su muerte, entre las montañas de papeles que guardaba Edmund Halley.

El instrumento de Hadley y Godfrey era el cuadrante. Algunos lo denominaban octante porque su escala constituía la octava parte de una circunferencia. Gracias a un truco basado en pares de espejos, el cuadrante de reflexión permitía medir directamente la altura de dos cuerpos celestes, así como la distancia entre ellos. Incluso si el barco cabeceaba y se bamboleaba, los objetos que aparecían en la pínula mantenían sus posiciones relativas. Además, el cuadrante de Hadley llevaba incorporado un horizonte artificial para cuando el horizonte real desaparecía en la oscuridad o la niebla.

Equipado con los mapas estelares detallados y un instrumento seguro, un buen navegante podría medir las distancias lunares. A continuación, consultaba una tabla con la lista de las distancias angulares entre la Luna y numerosos cuerpos celestes durante diferentes horas del día, tal como se observarían desde Londres o París. Después cotejaba la hora a la que veía la Luna a 30º de distancia de la estrella Régulo, por ejemplo, con la hora a la que se había predicho esa posición concreta para el puerto base. Si, pongamos por caso, el navegante efectuaba la observación a la una de la mañana, hora local, cuando las tablas preveían la misma configuración sobre el cielo de Londres a las cuatro, entonces el barco llevaba un adelanto de tres horas; por consiguiente, se encontraba a una longitud de 45º al oeste de Londres.

El método de la distancia lunar se propagó gracias a una serie de investigadores desperdigados por todo el planeta. Cada uno de ellos aportó su granito de arena a un proyecto de inmensas proporciones. Además de medir la altitud de los diversos cuerpos celestes y las distancias angulares entre ellos, el navegante tenía que calibrar el factor de la proximidad de los objetos al horizonte, donde la refracción oblicua de la luz en la atmósfera hace que su posición aparente quede considerablemente por encima de la posición real.

Otra cuestión que también había que solventar era el problema de la paralaje lunar, ya que las tablas estaban formuladas para un observador situado en el centro de la Tierra, mientras que un barco remonta las olas aproximadamente al nivel del mar y el marinero situado en el alcázar puede encontrarse casi otros seis metros por encima.

A finales de la quinta década del siglo XVIII la técnica empezó a parecer finalmente viable gracias a la acumulación de esfuerzos de las muchas personas que habían colaborado en esta empresa internacional a gran escala.

Por otro lado, Harrison ofrecía al mundo una pequeña criatura mecánica que hacía tictac dentro de una caja. Toda la complejidad del problema de la longitud ya estaba resuelto en su maquinaria. El usuario no necesitaba saber matemáticas ni astronomía. En 1759, casi 30 años después de su primera visita a Londres, sus sufrimientos alcanzaron cotas que tan sólo alguien agraciado con un espíritu indomable y una voluntad inquebrantable podría afrontar sin desfallecer y sucumbir al desaliento. Acababa de terminar su obra maestra: el cuarto reloj marino, el impresionante H-4.
John Harrison había necesitado 19 años para construir su predecesor: el H-3. Nadie se explica el motivo de semejante tardanza. Al fin y al cabo sólo había empleado dos años en terminar uno de torre y nueve años para hacer el H-1 y H-2. Trabajaba a tiempo completo en él y salvo pequeños encargos, gracias a los que iba subsistiendo, vivía casi exclusivamente de los pagos del Consejo de la Longitud, en concreto cinco de 500 libras cada uno.

La Royal Society le otorgó el 30 de noviembre de 1749 la Medalla de oro Copley (entre otros galardonados, se pueden encontrar a Benjamin Franklin, Henry Cavendish, Joseph Priestley, James Cook, Ernest Rutherford y Albert Einstein). Dedicó el premio y pidió que aceptaran en su lugar a su hijo William. En aquella época esto no se podía hacer y hubo que esperar hasta 1765 para que William Harrison fuese elegido por derecho propio.

El H-3 constaba de 753 elementos. En la actualidad es posible encontrar en termostatos y otros dispositivos de control de la temperatura una de las innovaciones que aportó Harrison en su tercer reloj marino: la tira bimetálica (latón y acero laminados y remachados). También se ha mantenido hasta nuestros días otro dispositivo antifricción que inventó Harrison para su H-3: el rodamiento de bolas en posición fija.

El H-3, el más ligero de los relojes marinos, pesa algo más de 27 kilogramos, unos 7 menos que el H-1 y casi 12 menos que el H-2. Harrison quería un reloj pequeño, consciente del reducido tamaño del camarote de un capitán, pero nunca pretendió un reloj portátil, ya que sería mucho menos preciso. Sin embargo, algo le hizo cambiar de opinión. En 1753, John Jefferys le había construido un reloj (por encargo e indicaciones precisas del mismo Harrison). Era un reloj personal, de bolsillo. Disponía de una minúscula tira bimetálica (los relojes de la época adelantaban o atrasaban del orden de 10 segundos por cada grado que se modificaba la temperatura) y poseía un sistema que le permitía seguir funcionando mientras se le daba cuerda. Durante la batalla de Inglaterra se encontraba en la caja fuerte de una joyería sobre la que impactó una bomba y se coció literalmente durante 10 días bajo las ruinas del humeante edificio. Cuando en 1759 hubo terminado con el H-4, el reloj que finalmente obtuvo el ansiado Premio de la Longitud, se vio que presentaba realmente más similitudes con el reloj de Jefferys que con los tres anteriores. Con 127 milímetros de diámetro y un peso de tan sólo 1360 gramos, es una auténtica maravilla de la mecánica. Entre sus ruedas dentadas, diamantes y rubíes luchan incansablemente contra el persistente rozamiento.

Guardado para su exhibición dentro de una vitrina del Museo Marítimo Nacional de Inglaterra, el H-4 atrae a millones de visitantes al año. No sólo quedan ocultos sus mecanismos por el estuche de plata que cariñosamente lo envuelve, sino que las preciosas manecillas están paralizadas, congeladas en el tiempo, como bellas durmientes aguardando al apuesto príncipe que las despierte de su sueño de siglos. El H-4 no funciona porque los conservadores del museo no lo permiten. Afirman que ponerlo en funcionamiento equivaldría a destruirlo, a firmar su sentencia de muerte eterna. Debe preservarse para la posteridad. Si se limpiase con la regularidad que requieren otros, estiman que habría que desmontarlo por completo cada tres años, con los consiguientes riesgos de daño irreversible.

Pero dejemos, por un momento, la nostalgia y volvamos a las penosas desventuras de nuestro protagonista. Ya se sabe que la valía de un superhéroe se mide verdaderamente por la maldad de los supervillanos a los que debe enfrentarse. Permitidme, pues, que os presente al némesis de John Harrison en esta historia.

El reverendo Nevil Maskelyne convirtió la última etapa de la competición por el premio de la longitud en una encarnizada batalla. John Harrison le odiaba profundamente. Maskelyne pasó por diversas etapas intelectuales durante su vida. Al principio, criticó el método de la distancia lunar, después lo adoptó y, finalmente, pasó a ser su mismísima personificación. Era 40 años más joven que Harrison. Había estudiado en los centros de mayor prestigio académico como la Westminster School y en la universidad de Cambridge, donde era calificado de "empollón y pedante". Conoció a James Bradley, tercer director del Real Observatorio de Greenwich, con quien emprendió una busca conjunta de la solución al problema de la longitud. En 1761 consiguió embarcarse en una expedición rumbo a Santa Elena, con el fin de poner a prueba el método de la distancia lunar, el cual funcionaba maravillosamente en sus hábiles manos. El mismo año, William Harrison partía rumbo a Jamaica, junto con el reloj de su padre. El H-3 se terminó en 1759 pero no pudo probarse a causa de la sangrienta Guerra de los Siete Años. Entre la fecha en que se terminó el H-3 y la que se le sometió a prueba, Harrison presentó el H-4 ante el Consejo de la Longitud (era el verano de 1760). El Consejo optó por probar los dos juntos, el H-3 y el H-4, en la misma travesía. El primero salió de Londres rumbo a Portsmouth, donde permanecería en espera de que se le asignara un rumbo. El H-4 se reuniría con él posteriormente.

Al cabo de cinco meses, William seguía en Portsmouth. Pensaba, con bastante fundamento, que todo era una maniobra de Bradley para ganar tiempo y que Maskelyne reuniera pruebas que cimentaran el método de la distancia lunar. Bradley competía personalmente por el premio, a pesar de formar parte del Consejo y, por tanto, ser miembro del jurado del mismo.

William regresó a Londres en octubre de 1761 y volvió a embarcar en noviembre, esta vez solamente con el H-4. Su padre había decidido arriesgarse y retirar el H-3. Cuando llegaron a Jamaica, el 19 de enero de 1762, el H-4 solamente se había atrasado cinco segundos, tras 81 días en alta mar. El capitán del Deptford, Dudley Digges, les regaló a los Harrison un octante, sin duda un detalle simbólico del superfluo método de la distancia lunar y, por otro lado, triunfo del cronómetro.

Una semana después, el H-4 regresaba de nuevo a Londres. Con un tiempo mucho peor, las olas inundaban continuamente la cubierta y en el camarote del capitán se llegaban a medir hasta 15 centímetros de agua. William tapaba el H-4 con una manta y, cuando ésta se empapaba, dormía sobre ella para proteger el reloj y secar la manta con el calor de su propio cuerpo. Cuando llegaron, el 26 de marzo, el error acumulado era algo inferior a dos minutos. John Harrison debería haber recogido en aquel mismo instante el Premio de la Longitud, pero los acontecimientos, una vez más, se aliaron para que no fuese así. Se estableció que los controles no habían sido suficientes y que se requeriría otra prueba más, ahora bajo una supervisión aún más estricta. En lugar de las 20000 libras, John Harrison recibió tan sólo 1500. Otras 1000 se le entregarían cuando el H-4 regresase de su segundo periplo marítimo. Dos meses después, en mayo de 1762, había regresado Maskelyne con importantes progresos.

Al mes siguiente moría Bradley. A pesar de ello, los problemas de los Harrison no acabaron aquí. Su sucesor, Nathaniel Bliss, les convirtió en blanco de sus iras ya que, al igual que su antecesor, era ferviente partidario del método de la distancia lunar. Ni los astrónomos ni los almirantes del Consejo sabían nada del reloj. A principios de 1763 comenzaron a acosar a John Harrison para que lo explicara. Temían la muerte de éste, ya septuagenario, y la desaparición junto con él para siempre del secreto de su reloj. En marzo de 1764 el H-4 zarpaba con rumbo a Barbados. Al desembarcar, el 15 de mayo, en el puerto aguardaba el hombre de confianza de Bliss: Nevil Maskelyne... (Continuará)


Fuentes:

The longitude problem from the 1700s to today: An international and general education physics course. T. J. Bensky. American Journal of Physics. Vol. 78, 40-46. January 2010.

Longitud. Dava Sobel. Círculo de Lectores. 1999.