Lanzando pelotas en el interior de una nave espacial rotatoria


Uno de los sueños aún inalcanzados por la humanidad es el del viaje interestelar. Es cierto que hemos logrado pisar la superficie de la Luna y enviado sondas espaciales no tripuladas más allá del sistema solar, pero ni siquiera hemos conseguido poner un hombre en nuestro planeta vecino más cercano.
Son diversas las dificultades técnicas que juegan un papel determinante a la hora de viajar a otros mundos: el combustible de la nave, la alimentación de los astronautas, la situación de aislamiento prolongado, el estrés, los niveles de exposición a la radiación cósmica, etc. Si como especie inteligente pretendiésemos alcanzar una estrella lejana o un planeta extrasolar, la duración de la expedición podría extenderse durante años, incluso disponiendo de un sistema de propulsión, digamos, exótico, que nos permitiese viajar a velocidades próximas a la de la luz.
Una enorme dificultad, nada despreciable, que deberíamos afrontar es la microgravedad, esto es, la situación en que nuestro cuerpo se ve sometido a una falta de atracción terrestre que nos ate al suelo, una especie de ausencia de peso. La única forma de evitar dicha situación consiste en mantener la nave constantemente acelerada, lo cual resulta prácticamente imposible, pues el consumo de combustible estaría fuera de toda realidad (insisto, siempre que no dispusiéramos de un método de propulsión lo suficientemente “exótico”).

 Sin embargo, cabría la posibilidad de una segunda alternativa, mucho más realizable: la construcción de una nave espacial rotatoria, en forma de noria, al estilo de la empleada en la película 2001, una odisea del espacio. Al girar alrededor de su eje, la nave generaría una aceleración centrífuga que haría el papel de una pseudogravedad encargada de mantener a los astronautas pegados al suelo, en lugar de deambular flotando por el interior de la estación espacial. Así, bastaría con disponer de un cilindro de 10 metros de radio y que describiese una vuelta cada poco más de 6 segundos para que generase una aceleración centrífuga equivalente a la aceleración de la gravedad en la superficie de la Tierra.
Si han visto alguna que otra vez a los astronautas en órbita y en situación de microgravedad, flotando y describiendo toda clase de maniobras acrobáticas, bebiendo refrescos en forma de goterones esféricos o sorbiéndolos graciosamente con ayuda de una paja, quizá se hayan preguntado cómo sería arrojar verticalmente hacia arriba un objeto cualquiera, como una pelota, por ejemplo, en el interior de una nave espacial que estuviese rotando alrededor de un eje que pasase por su centro y fuese perpendicular al plano que contiene a la nave. ¿Sucedería lo mismo que en la Tierra, es decir, volvería la pelota a caer en nuestra mano?
Veamos, antes que nada, es imprescindible aclarar lo que significa la expresión “lanzar verticalmente hacia arriba” en el interior de un enorme cilindro rotatorio. Obviamente, desde el punto de vista del propio astronauta, la expresión anterior significa “en la dirección del radio del cilindro”. En cambio, si un observador estático externo a la nave rotatoria, quisiese observar la pelota moverse hacia arriba verticalmente, la dirección en que el astronauta debería lanzarla formaría un cierto ángulo con la dirección radial. Estas dos situaciones pueden verse en las figuras adjuntas para el caso en que la nave rotase en el mismo sentido que las agujas del reloj.
En el primer caso, cuando el propio astronauta (situado en el punto más bajo de la circunferencia y mirando hacia la izquierda) lanza la pelota con velocidad VB en la dirección del radio de la estación espacial, a aquélla se le suma la velocidad tangencial, VT, que lleva un punto de la periferia del cilindro, dando como resultante un vector velocidad, V, (y que indica la dirección que seguirá la pelota) dirigido hacia la izquierda, es decir, en la dirección en que mira el astronauta. Por lo tanto, la pelota no le volverá a caer en sus manos, sino que siempre lo hará por delante y golpeará las paredes, en el punto C, antes de que llegue el astronauta (los detalles de este cálculo son elementales y se pueden encontrar en la referencia original, al final del post).
En el segundo caso, cuando la pelota es lanzada hacia atrás (para que un observador externo la vea recorrer un diámetro de la nave espacial), si lo que se pretende es que vuelva a caer en las manos del astronauta, mientras éste recorre la mitad de una vuelta, aquélla recorrerá un diámetro de la circunferencia. Las matemáticas vuelven a decirnos que se precisará un lanzamiento que forme un ángulo de 57,5º con “la vertical”. Pero la cosa no termina aquí, ya que la pelota aterrizará igualmente en las manos del astronauta al cabo de vuelta y media, dos vueltas y media, tres vueltas y media, etc. siempre que el ángulo verifique la relación (n + ½)/pi, donde n = 0, 1, 2, … Un cilindro que rotase con una velocidad tangencial de 10 m/s necesitaría que el astronauta fuese capaz de arrojar hacia atrás, con el ángulo preciso (lo cual requeriría un buen entrenamiento), la pelota con una velocidad de 11,9 m/s (42,84 km/h). Para darse cuenta de lo que esto representa realmente, pensemos en que un objeto lanzado a esa velocidad en la superficie de nuestro planeta ascendería hasta una altura de algo más de 7 metros. Una hazaña al alcance de cualquier astronauta que se precie.
Ah, por cierto, os dejo como ejercicio para las neuronas que intentéis describir el movimiento desde el punto de vista del propio astronauta, en lugar de hacerlo desde el punto de vista de un observador externo a la estación espacial rotatoria, como yo he descrito en los párrafos de arriba. ¡Ánimo, no es muy difícil!

Referencia original:

Mark Paetkau Tossing on a Rotating Space Station, The Physics Teacher 42 (2004) 423-426.



Hay calorías y calorías

Si a usted le preocupa el cuidado de su figura, a buen seguro se fijará atentamente en las etiquetas de los envases de los productos alimenticios y de las bebidas, especialmente los refrescos azucarados, cuando compra en el supermercado. En ellas aparecen, entre otros tipos de información, los nutrientes de que constan dichos productos, así como sus contenidos calóricos respectivos.


De acuerdo con su naturaleza química, los nutrientes se pueden clasificar en cinco categorías: grasas o lípidos, proteínas, glúcidos o hidratos de carbono, vitaminas y sales minerales. De ellos, las dos últimas prácticamente no aportan energía al ser consumidos y, en consecuencia, lo habitual es encontrar en las etiquetas únicamente las equivalencias energéticas que proporcionan los tres primeros nutrientes de la lista.

En el lenguaje coloquial, solemos decir que tal o cual alimento tiene x calorías (donde x es un número). Si esta cantidad es relativamente grande, dentro de unos estándares más o menos subjetivos (de ahí que en las etiquetas de los envases figuren el contenido calórico por cada cien gramos o cien mililitros de producto), sabremos que dicho alimento engorda y nos costará  unas cuantas sesiones de gimnasio deshacernos de sus "indeseables" efectos sobre nuestros michelines, pantorrillas o pompis, a elegir. Si la cantidad de calorías es relativamente pequeña o incluso muy pequeña, puede que el producto sea más conocido con el célebre calificativo de "light" (ligero, en inglés).

Pues bien, si ustedes dejan a un lado su atractivo físico o su "sex appeal" por un momento y se fijan con atención en la etiqueta informativa que acompaña a su comida favorita, se habrán dado cuenta de que el número x al que hago alusión un párrafo más arriba viene acompañado de una unidad que se escribe de una de estas dos formas: kcal o kJ. La primera se refiere a lo que en física se denomina kilocaloría, mientras que la segunda hace alusión al kilojoule o kilojulio.

Estrictamente hablando, la unidad física de energía es el denominado joule o julio, que recibe su nombre en honor al físico inglés James P. Joule (1818-1889). Un joule es la cantidad de energía que hace falta para desplazar un cuerpo a lo largo de una distancia de un metro cuando tiramos de él con una fuerza de un newton. Fue precisamente James Joule quien, con ayuda de un experimento muy sencillo, demostró que el calor no era más que una forma de energía como otra cualquiera. De ahí que, como ya les dije, a la unidad internacional de energía se le llame joule. Y como antes de que el bueno de James P. llevase a cabo su célebre experimento ya se conocía el calor y la cantidad de éste se expresaba en unas unidades denominadas calorías, aún utilizadas hoy en día, es por esta razón que figuran ambas unidades en la información nutritiva de los productos alimentarios.


Obviamente, todo lo anterior implica necesariamente que debe haber una equivalencia directa entre la caloría y el joule. Ésta es precisamente la siguiente: 1 caloría (cal) = 4,1868 joules (J).

Existe una forma relativamente sencilla de definir una caloría como la cantidad de calor necesaria para incrementar la temperatura de un gramo de agua desde 14,5 ºC hasta 15,5 ºC. Semejante cantidad de energía es relativamente pequeña y el prefijo kilo (que significa mil) que figura en los valores nutritivos de los alimentos tan sólo expresa que la caloría es una unidad demasiado pequeña para dar cuenta del poder energético real de aquéllos. Así que cuando decimos que una pizza tiene 4.000 calorías lo que queremos expresar, en realidad, es que su contenido calórico es de 4.000 kilocalorías (kcal), esto es, 4.000.000 calorías (cal) o, equivalentemente, 16.747,2 kilojoules (kJ).

Para evitar esta confusión, es costumbre denominar a la kilocaloría física como caloría alimenticia. Eso sí, siempre que uno sea consciente de la distinción.


NOTA: Este artículo participa en la III edición del Carnaval de la Nutrición, alojado en el blog SCIENTIA.