Los Diez Mandamientos (sin acritud) del ¿periodismo? de ciencia

Estamos en época de Semana Santa, tiempo de pasión, sufrimiento y resurrección. Y como soy atea hasta lo más profundo de mi alma inexistente, tanto de pensamiento como de palabra, obra y omisión, he querido compartir con todos ustedes éstas mis reflexiones, basadas en experiencias tan místicas como amargas, tanto personales como de amigos y colegas de profesión, con no pocos profesionales de la prensa "científica". Sin más preámbulos y dejando las conclusiones a cada cual, aquí van dichas reflexiones. Eso sí, he querido expresarlas en forma de Mandamientos de la ley de Dios porque, como una vez dijo Sir Winston Churchill, "la imaginación consuela a los hombres de lo que no pueden ser, el humor los consuela de lo que son."

  1. Amarás la Veracidad sobre todas las cosas.
  2. No pronunciarás el nombre de la Ciencia en vano.
  3. Santificarás las fuentes, las buenas fuentes, las genuinas fuentes.
  4. Honrarás al Científico y al Divulgador.
  5. No matarás con tu ignorancia o desidia las leyes o los conceptos científicos.
  6. No cometerás actos impuros, como concertar citas con tus contactos y luego no aparecer, o no dejar revisar tu artículo por tu entrevistado.
  7. No robarás contenidos.
  8. No levantarás falsos testimonios, ni mentiras, ni pondrás en boca de tus entrevistados palabras que éstos nunca han pronunciado o escrito.
  9. No consentirás pensamientos o deseos impuros por parte de otros "colegas".
  10. No codiciarás los contenidos y la sabiduría ajenos.

Estos diez mandamientos se encierran en dos, a saber: 

"Amarás a la Ciencia, tu único Dios, con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Y amarás al científico profesional como a ti mismo." 



AMÉN


¿Podría una burbuja gigantesca hundir un barco?


Desde hace décadas los científicos han tratado de encontrar explicaciones rigurosas a las supuestamente misteriosas desapariciones tanto de embarcaciones como de aviones en distintas partes del mundo. Quizá la región más célebre sea la conocida como el triángulo de las Bermudas, una vasta extensión de más de 1,5 millones de kilómetros cuadrados, comprendida entre las islas Bermudas, Puerto Rico y Miami, donde se han dado un buen número de supuestos “incidentes inexplicables” y que han sido tratados y difundidos ampliamente, sobre todo gracias al cine, contribuyendo más aún, si cabe, a la confusión de la opinión pública, siempre proclive a la creencia en lo misterioso e inexplicable.

En 1982 Richard D. McIver fue uno de los primeros en proponer que el hundimiento de barcos podría deberse a la liberación de burbujas de metano desde el fondo marino, las cuales, al ascender hacia la superficie del océano, provocarían la catástrofe. McIver no sólo sugirió que estas emisiones gaseosas eran las responsables de los naufragios; también especulaba con que el gas, al llegar a la superficie, sería emitido a la atmósfera, dañando los motores de aviones que volasen bajo y pudiendo hacer que éstos se precipitasen al mar.

Los geólogos marinos conocen hace tiempo la presencia de hidratos de gas metano en el lecho oceánico. Estos hidratos consisten en bolsas de gas metano que llegan a erupcionar en el caso de que tenga lugar alguna clase de perturbación o caída repentina de la presión, lo que puede suceder durante un deslizamiento submarino. A este respecto, las prospecciones con sonar llevadas a cabo en el Mar del Norte, concretamente en el lugar conocido como Witch’s Hole (el agujero de la bruja), han detectado grandes cantidades de hidratos de metano e incluso los restos de un barco hundido precisamente en esta localización.

Las causas atribuidas al hundimiento, tal y como hizo en su momento McIver, suponen que la interacción de estas burbujas de metano con el barco produjeron una pérdida de flotabilidad del mismo como consecuencia de la reducción en la densidad media del agua. La explicación es muy sencilla: si disponemos de una mezcla de agua y gas, obviamente la densidad promedio de la misma será menor que la del agua pura y mayor que la del gas puro, y como la flotabilidad del barco crece directamente con la densidad del fluido en el que se encuentra inmerso (principio de Arquímedes), entonces aquélla debe reducirse proporcionalmente cuanto más gas se encuentre disuelto en el agua.

Hasta la fecha no se han observado demasiadas de estas erupciones de gas metano y, por tanto, no se sabe si dichas emisiones consisten, principalmente, en una gran cantidad de burbujas de tamaño relativamente pequeño, tan sólo unas pocas de dimensiones mucho mayores, o quizá una combinación de ambas posibilidades. El caso más célebre en el que se sabe que sucedió algo similar fue el acaecido en 1986 durante la catástrofe del lago Nyos, en Camerún, y que costó la vida de casi 2.000 personas y 6.000 animales. El culpable: la emisión a la atmósfera de una enorme nube de dióxido de carbono liberada desde el fondo del lago, de unos 200 metros de profundidad.

Volviendo al caso concreto del hundimiento de barcos, diversos autores han tratado de arrojar luz sobre las posibilidades reales de que las burbujas emitidas desde el fondo del océano sean las causantes de semejantes desastres. Así, por ejemplo, Michael A. Hueschen ha llevado a cabo experimentos en tanques de laboratorio y ha analizado el caso concreto en el que se emite un gran número de burbujas de mucho menor tamaño que la embarcación desde el fondo del recipiente. Sus simulaciones han demostrado que las burbujas, al ascender, generan unas corrientes circulantes de agua que dan lugar a una fuerza ascensional vertical, una especie de fuerza de arrastre que aumenta proporcionalmente con la densidad del agua (más precisamente, la mezcla de agua y gas en forma de burbujas), el área de la superficie transversal del barco y el cuadrado de su velocidad con respecto al fluido en el que flota. Esta fuerza ascensional está dirigida hacia arriba, con lo que se suma consecuentemente al empuje de Arquímedes. Los análisis numéricos de Hueschen demuestran que el valor de la fuerza ascensional ronda el 30% del valor del empuje de Arquímedes y la suma de ambas supera al peso del barco y, por tanto, éste se mantiene a flote en todo momento, sin hundirse. En el caso de que se eliminasen las corrientes circulantes de agua (mediante confinamiento del barco en una especie de cápsula cilíndrica) el barco se hundía sin remedio.

Pero la situación más interesante, sin duda, es la considerada por May y Monaghan. En efecto, ambos investigadores se plantearon la hipótesis de una única burbuja que se elevase desde el fondo oceánico y la posibilidad de que semejante monstruo de las profundidades fuese capaz de hacer que el navío se precipitase hacia el abismo marino. May y Monaghan llevaron a cabo una investigación análoga a la efectuada por Hueschen para el caso anterior de muchas burbujas, excepto que ahora las producidas con el nuevo montaje experimental presentaban tamaños comparables a las dimensiones de la embarcación amenazada. Hay que tener presente que una burbuja esférica de metano que ascendiese desde unos 150 metros de profundidad podría duplicar su diámetro al llegar a la superficie (éste es un problema elemental de termodinámica y mecánica de fluidos, al alcance de cualquier estudiante de primer curso universitario).

En los experimentos llevados a cabo por May y Monaghan se puede observar que a medida que la burbuja se aproxima a la superficie del mar, se forma una especie de montículo de agua sobre la pared de aquélla. La lámina de agua que forma este montículo va haciéndose paulatinamente más delgada hasta que se producen, simétricamente dispuestas en cada extremo de la burbuja, sendas depresiones. Estas depresiones se forman a partir del agua que fluye hacia abajo desde la parte más alta de la burbuja. A medida que el montículo incrementa su altura, el agua fluye cada vez más rápidamente, lo que da cuenta del aumento de la profundidad de las citadas depresiones, hasta que la burbuja finalmente se rompe.

Un barco que estuviese situado justamente con su centro en la cresta de la burbuja (su punto más alto) permanecerá en esa posición hasta que la pared de agua justo por encima de la burbuja sea demasiado delgada como para poder soportar su peso. En este preciso momento, la burbuja se romperá y el barco experimentará una caída libre vertical, oscilando arriba y abajo, pero sin hundirse.

Sin embargo, cuando la situación de la embarcación con respecto a la burbuja sea tal que aquélla se halle entre las dos depresiones que se forman en cada uno de los dos extremos de la burbuja en contacto con la superficie del mar, el hundimiento es inevitable. El barco comienza a deslizar hacia abajo por encima de la superficie de agua que cubre la pared de la burbuja, a modo de carrito en una montaña rusa. En su descenso, llega a caer hasta el fondo de una de las depresiones, encontrándose allí con un muro de agua que le hace volcar. Al mismo tiempo, los remolinos de agua de alta velocidad que tienen lugar en los extremos de la burbuja cuando ésta se rompe arrastran a la embarcación hasta el fondo, donde su fatal destino ha quedado sellado para siempre.




 Bibliografía complementaria:

David Deming Can a Single Bubble Sink a Ship?, Journal of Scientific Exploration 18 (2004) 307-312.

D. A. May and J. J. Monaghan Can a single bubble sink a ship?, American Journal of Physics 71 (2003) 842-849.

Michael A. Hueschen Can bubbles sink ships?, American Journal of Physics 78 (2010) 139-141.




Este artículo participa en la edición XL del Carnaval de la Física, organizado por el blog Cuantos y Cuerdas


¿Realidad o ficción? La física de Huevo del Dragón

Hace 500.000 años, a una distancia de 50 años luz de la Tierra, explotó una supernova en la constelación del Dragón. De sus restos nació una pequeña estrella de neutrones, con un diámetro de apenas 20 km. Debido a la violencia de la explosión, la pequeña estrella adquirió una velocidad propia de unos 30 km/s, lo que la hará acercarse a nuestro planeta hasta las 250 UA (unidades astronómicas) en el siglo XXIV, para luego volver a alejarse.

Con una masa aproximada de la mitad de la de nuestro Sol, su campo gravitatorio superficial resulta ser 67.000 millones de veces más intenso que el de nuestro planeta. Al completar una rotación alrededor de su eje norte-sur en tan sólo 0,1993 segundos, genera un campo magnético dirigido de este a oeste con una intensidad de un billón de gauss (2 billones de veces más intenso que el terrestre).

La estructura interna de Huevo del Dargón (el nombre con el que se conoce a la estrella de neutrones) consta de una parte central, de 2 km de diámetro, donde se encuentran varias partículas elementales exóticas mezcladas con neutrones, todo ello comprimido por presiones extraordinarias hasta una densidad de 700 billones de gramos por centímetro cúbico. Por encima, se halla una región de otros 7 km de radio, con una densidad algo menor, formada por neutrones superfluidos, una pequeña proporción de protones también superfluidos y los suficientes electrones para contrarrestar el exceso de carga positiva. Las dos regiones anteriores se pueden entender como el núcleo de la estrella, en analogía con la estructura interna de la Tierra. Siguiendo con esta analogía, otra capa (el manto) llega hasta los 9 km de radio en la que se pueden encontrar neutrones cristalinos y núcleos atómicos (la densidad alcanza los 0,43 billones de gramos por centímetro cúbico). Finalmente, la corteza que alcanza la superficie de Huevo del Dragón contiene núcleos muy ricos en neutrones (principalmente, núcleos de hierrro) compactados hasta una densidad de 7 millones de gramos por centímetro cúbico.

A causa de las variaciones de temperatura, la estrella se contrae, la corteza se fragmenta y empuja hacia la superficie a las cordilleras. Las montañas a que dan lugar estos movimientos presentan alturas que van desde unos pocos milímetros hasta un máximo de 10 centímetros, debido a la enorme fuerza de la gravedad. Los picos más elevados pueden llegar a asomar por encima de la atmósfera, cuya altura es de 5 centímetros, y que está formada por vapor de hierro.

Las extremas condiciones físicas que reinan en Huevo del Dragón han influido de forma decisiva en el desarrollo de vida en su superficie. Las primeras criaturas fueron plantas que vivían gracias al intercambio de energía térmica producido por un ciclo de calor (de la corteza) y frío (de la atmósfera). Posteriormente, estas plantas evolucionaron hacia formas animales dotadas de cierta movilidad, siempre dificultada por la inmensidad de los campos gravitatorio y magnético.

La forma de vida animal dominante en Huevo del Dragón es el cheela, una criatura inteligente y de una complejidad semejante a la humana. Con una anatomía en forma de ameba de 5 milímetros de diámetro y 0,5 milímetros de altura, alcanzan un peso de unos 70 kilogramos; su densidad supera los 7 millones de gramos por centímetro cúbico.

La estructura física de sus cuerpos se basa en núcleos atómicos acompañados de un mar de electrones libres. A causa de la enorme proximidad entre los núcleos, los neutrones se intercambian fácilmente, dando lugar a moléculas nucleares que pueden unirse. La química "exótica" de los cheela provoca que sus metabolismos estén extraordinariamente acelerados, lo que les hace vivir un millón de veces más rápidamente que los humanos.

La inimaginable gravedad no les permite elevarse más que unos pocos milímetros sobre la corteza de su estrella. El campo magnético también ejerce una influencia decisiva en sus vidas, pues gobierna la velocidad del sonido, la opacidad de la atmósfera, la fuerza requerida para moverse y desplazarse, el flujo de lava de los volcanes, la presión atmosférica, etc. Todo resulta más fácil para los cheela en la dirección de las líneas del campo magnético; por el contrario, atravesarlas en la dirección perpendicular es extremadamente dificultoso para ellos. Lo anterior también provoca que su sistema de visión (poseen 12 ojos) sea más eficiente en la dirección de las líneas de fuerza, que sus cuerpos sean 10 veces más altos cuando se encuentran en los polos magnéticos (este y oeste) que en el ecuador; análogamente, su anchura es 10 veces mayor en el ecuador, situándose en el sentido hacia los polos, en comparación con el sentido transverso. Para los cheela, el concepto matemático de longitud no resultó fácil de aprehender; de hecho, las varas que utilizan para medirla varían según las circunstancias.

La forma en que se comunican los cheela consiste en golpear el suelo con las aristas de sus cuerpos (las superficies inferiores), generando vibraciones en los neutrones de la corteza estelar. Según esto, poseen tres formas distintas de expresarse: habla larga (ondas de compresión que siguen las líneas del campo magnético), habla corta transversal (ondas transversales en dirección perpendicular a las líneas del campo magnético) y habla rápida (mediante uso de campos electromagnéticos generados por sus cuerpos y que son capaces de excitar el mar de electrones libres). Como esta forma de "hablar" se propaga a la velocidad de la luz, llega antes que las otras dos, pero también se atenúa más rápidamente, así que los cheela la usan casi exclusivamente para susurrar.

El sistema numérico de los cheela está basado en el número 12. Su ciclo vital está indudablemente influido por la rotación de su estrella. Consumen 12 "gran" de giros (un "gran" de giros consta de 144 rotaciones de Huevo del Dragón sobre su eje), unos 6 minutos, como crías; otros 12 gran de giros como aprendices jóvenes; 30 grande giros más (unos 15 minutos) como operarios; 12 como ancianos (dedicados exclusivamente al cuidado de los huevos, pues son ovíparos, y las crías) y el resto de su vida (otros 24 gran de giros, 12 minutos, como máximo), hasta su muerte. En total, no más de 45 minutos terrestres, es decir, un millón de veces menos que un humano de 85-86 años.

Los terrícolas enviaron una misión a Huevo del Dragón a mediados del siglo XXI, a bordo de la nave estelar San Jorge. El único contacto personal entre los cheela y los seres humanos tuvo lugar el 20 de junio del año 2050. Duró 1 segundo y 2 décimas del total de 10 segundos que se prolongó la expedición cheela. Éstos tuvieron que diseñar y construir (gracias a la información que la tripulación de la San Jorge les iba enviando, asimilándola un millón de veces más rápidamente) una nave de exploración consistente en una esfera de cristal de 4 centímetros de diámetro, en cuyo centro alojaba un diminuto agujero negro de 11.000 millones de toneladas, todo para que sus cuerpos, acostumbrados a una gravedad muchísimo mayor, no se desintegrasen tras abandonar el campo gravitatorio de Huevo del Dragón. A una distancia de 15 centímetros de la nave humana, el campo gravitatorio generado por el agujero negro cheela no excedía el 33% de la gravedad terrestre, lo que resultaba bastante confortable para los hombres.

A bordo de su nave de exploración, un cheela podía aproximarse hasta un humano a casi 70 centímetros. De esta manera, el ser humano pudo por primera vez en la historia contemplar el diminuto cuerpo de una raza alienígena completamente desconocida, incluso a pesar de las altísimas temperaturas que hacían resplandecer sus formas ameboides y las fuerzas de marea de intensidad triple a la gravedad terrestre por culpa de la proximidad.

La civilización terrestre aún no conoce, hoy en día, el sistema de propulsión cheela a la hora de abandonar su estrella madre, pues la velocidad de escape en la superficie de Huevo del Dragón es casi el 39% de la velocidad de la luz en el vacío. Estamos a la espera de disponer de la tecnología necesaria para descifrar las ingentes cantidades de información científica dejada por los cheela, ya que su civilización, al desarrollarse un millón de veces más velozmente que la nuestra, la alcanzó en conocimientos, para superarla poco después.




NOTA: Los párrafos anteriores están extraídos de la novela Huevo del Dragón, de Robert L. Forward, uno de los mejores ejemplos del género conocido como "ciencia ficción hard". Todo en ella está narrado al detalle, de forma que sea lo más fiel posible a la ciencia conocida o a su extrapolación. Todo encaminado a hacer creíble, tanto la acción como los personajes. Una obra maestra, sin duda. Les animo a leerla. No sólo se divertirán, sino que también aprenderán física.


El termómetro ese, como se llame...


Si alguna vez se han detenido ante un escaparate de una óptica, puede que hayan reparado en un dispositivo peculiar, como el que se muestra en la imagen que encabeza este artículo. Se trata de un “termómetro de Galileo”. Consiste, básicamente, en un tubo de vidrio cerrado en forma de preservativo y parcialmente lleno de un líquido en cuyo seno se depositan unas pequeñas ampollas cuasiesféricas que contienen, a su vez, líquidos de diferentes colores y en cuya parte inferior cuelgan unas chapitas metálicas con la temperatura grabada en ellas.


El líquido que llena el tubo de vidrio se elige de tal forma que su densidad varíe en proporción inversa con la temperatura, es decir, que cuando ésta disminuya aquélla se incremente y viceversa. El etanol es un buen candidato, ya que su densidad prácticamente se cuadruplica en el rango de temperaturas comprendido entre 15 ºC y 30ºC. Obviamente, los “termómetros de Galileo” no están hechos para medir cambios de temperatura grandes ni de forma precisa, sino más bien son instrumentos de carácter estético o, si ustedes prefieren, que nos indican si podemos encender o no la calefacción en invierno y apagarla en verano. Sin más pretensiones.

El principio físico en que se sustenta el funcionamiento de uno de estos termómetros es muy sencillo: se trata del célebre y conocido principio de Arquímedes, en relación con la flotabilidad de los cuerpos sumergidos en fluidos. Como el empuje vertical hacia arriba que experimenta un objeto inmerso en un líquido es tanto mayor cuanto más grande sea la densidad de éste, y dado que dicha densidad se modifica con la temperatura (como le sucede al etanol, por ejemplo), entonces el frío de nuestro salón hará que el etanol disminuya de volumen (o aumente su densidad), incrementándose el empuje sobre las ampollas de colores y provocando que éstas asciendan por el tubo. Por el contrario, cuando el calorcito de la calefacción haga subir la temperatura, el etanol se dilatará, reduciendo su densidad y, consecuentemente, el empuje de Arquímedes, y las ampollas descenderán hasta el fondo. Basta con diseñar estas ampollas de vidrio y agua coloreada de tal manera que su densidad total sea igual a la del etanol del tubo justamente a la temperatura que indica la plaquita que llevan adosada en su parte inferior. Cuando la temperatura del etanol (que, normalmente, coincidirá con la del exterior) sea tal que su densidad coincida con la de la ampolla, ésta flotará suspendida completamente en el etanol y su chapita nos indicará la temperatura. Las ampollas que flotan en la superficie y las que descansan en el fondo poseen, respectivamente, unas densidades inferiores y superiores a la del etanol a dicha temperatura.

Pero dejemos la parte científica y vayamos a la histórica, que también es muy interesante y, desde luego, mucho menos conocida. ¿Es correcto denominar al instrumento discutido más arriba “termómetro de Galileo”? ¿Fue Galileo realmente su auténtico inventor? Pues parece ser que no.

Efectivamente, los documentos y testimonios que han llegado hasta nosotros, parecen indicar que al genio de Pisa no se le puede atribuir la autoría, aunque sí ha quedado constancia en sus “Diálogos sobre dos nuevas ciencias” de 1638 de que el germen de la idea podría muy bien encontrarse en ellos. Allí, Galileo describe un experimento en el que una bola de cera en equilibrio con un baño líquido, asciende y desciende cuando se modifica la densidad de éste mediante introducción en él de distintas sustancias que alteran su densidad o “gravedad específica”. El propio Galileo afirma haber observado ascender desde el fondo hasta la superficie del baño a la bola de cera, sin más que haber depositado y disuelto unos cuantos granos de sal. Efectos análogos fueron observados, asimismo, al modificar la temperatura del líquido del baño.

Anteriormente, durante el período de 1602 a 1606, coincidiendo con su labor como profesor en la universidad de Padua, Galileo construyó un termoscopio, también conocido como termómetro de aire. No funcionó demasiado bien como tal, ya que no sería hasta mucho después, en 1653, cuando se introdujo la práctica de cerrar el tubo de vidrio para que las condiciones atmosféricas particulares no afectasen a las medidas. En este sentido, el termoscopio de Galileo funcionaba más bien como un barómetro.

Sin embargo, aunque la idea del termómetro pudo muy bien encontrarse sutilmente en los escritos de Galileo en 1638, no sería hasta varios años después de su muerte, acaecida en 1642, cuando se describieron y se construyeron los primeros termómetros como tales. El verdadero honor debe recaer en la “Accademia del Cimento” florentina, fundada por el Gran Duque Fernando II y su hermano Leopoldo, constituida por un grupo de académicos y técnicos cuya labor (enfocada exclusivamente a la realización de experimentos científicos) se extendió a lo largo de una década, de 1657 a 1667.

En el Museo Galileo de Florencia se encuentran varias clases de “termómetros de Galileo”, diseñados e inventados por Fernando II y Leopoldo y sus colaboradores, datados hacia los años 1660, casi 20 años tras la muerte de Galileo. Estos fantásticos instrumentos fueron construidos por habilidosos técnicos especialistas de la Accademia, como Francesco Folli da Poppi, Vincenzo Viviani y Benedetto Castelli. No lo olviden cuando decidan adquirir una de sus versiones más modernas. Eso sí, tengan en cuenta que lo más probable es que el vendedor de turno ni conozca la denominación incorrecta de “termómetro de Galileo”, ni mucho menos la más adecuada de “termómetro florentino”. Simplemente, mi consejo es que se refieran a él como “ese cacharro de ahí, el del escaparate”. Tampoco conviene ir de enteradillos en este mundo de cenutrios.


Referencia original:

Peter Loyson Galilean Thermometer Not So Galilean, Journal of Chemical Education 89 (2012) 1095-1096.

Mirando tu bebida gaseosa con otros ojos y escuchándola con otros oídos

A poco espíritu curioso que tenga usted, seguro que en más de una ocasión se habrá percatado de que una bebida gaseosa en un vaso de cristal produce sonidos muy diferentes con respecto a los que generaría el vaso vacío o lleno de un líquido sin burbujas, al ser golpeado con algún objeto, como una cuchara o, simplemente, al agitar los cubitos de hielo en él inmersos. El fenómeno anterior se puede comprobar muy fácilmente llenando un vaso con cerveza, introduciendo una cuchara en su interior y agitando, mientras se golpea suavemente con ella las paredes del cristal. Algo análogo sucede si se agita la copa del "gin tonic" y los cubitos de hielo golpean contra sus paredes. Pero quizá el efecto más espectacular es cuando disolvemos en un vaso de cristal con agua una tableta efervescente, de ibuprofeno, por ejemplo, o una cucharadita de sal de frutas. En definitiva, una sustancia que produzca gran cantidad de burbujas. Al revolver con la cuchara y golpear el cristal del vaso, el sonido que se escucha es muy diferente al habitual, cuando en el vaso solamente hay agua, por ejemplo. Si nunca lo han experimentado o no se han dado cuenta, ahora es el momento. Vayan a la cocina o al pub más cercano y hagan la prueba.

Bien, ¿ya están de vuelta? Entonces continúo. Si han puesto atención habrán percibido que el tono del sonido emitido es completamente diferente con el vaso lleno de burbujas que con él vacío. Al principio, el sonido disminuye de frecuencia misteriosamente (es decir, se hace más grave) para luego comenzar a aumentar, alcanzando finalmente un tono bastante alto (es decir, se hace más agudo). Si han realizado la experiencia con tabletas efervescentes y les gusta investigar, lo más seguro es que enseguida descubran que no todas producen la misma cantidad de burbujas. De hecho, las utilizadas en Europa suelen proporcionar más cantidad de gas por gramo que las procedentes de Estados Unidos.

Los distintos experimentos llevados a cabo demuestran muy claramente que tanto el rango de frecuencias generadas como la frecuencia más baja a la que se llega, así como el tiempo en alcanzar el tono final dependen de la cantidad de tableta efervescente empleada.


Cuando se agita la mezcla de agua y sal de frutas (utilizaré este ejemplo concreto) el vaso responde de dos maneras diferentes: produciendo unos sonidos de bajo tono y otros de tono alto, claramente distinguibles. Pero con una particularidad notable, y es que la frecuencia de los primeros cambia a lo largo del experimento (es decir, durante el transcurso de la efervescencia de la sal de frutas), mientras que la frecuencia de los segundos se mantiene inalterada.

Parece obvio que son las burbujas las que desencadenan el fenómeno observado. Ahora bien, una mente científica no puede quedarse en la simple observación, sino que debe emitir o formular hipótesis que conformen cierta clase de modelo teórico y expliquen dichas observaciones. Estas hipótesis deben, a su vez, ser comprobables, mediante nuevos experimentos. En el caso que nos ocupa, por ejemplo, se puede disponer de una videocámara con la que observar la correlación entre la densidad de burbujas y el tono del sonido registrado. Así se puede demostrar que a mayor densidad de aquéllas, menor frecuencia de éste. Al principio, cuando hay muchas burbujas en el vaso, la frecuencia del sonido inicial (unos 470 Hz) desciende hasta alcanzar valores tan bajos como 230 Hz, empleando 8 segundos para un vaso de 13,5 cm de alto y 5,7 cm de diámetro (correspondiente a disolver la mayor cantidad de tableta efervescente empleada en el experimento). Posteriormente, a medida que el gas comienza a desaparecer, el tono empieza a ascender, llegando hasta los 2410 Hz (más de un orden de magnitud, un factor 10), para lo cual emplea otros 38 segundos. A medida que se reduce la cantidad de tableta efervescente empleada, todas las frecuencias anteriores se incrementan en correspondencia. Si empleásemos la tercera parte de tableta que antes, la frecuencia del sonido de partida sería de 1500 Hz, descendería hasta un valor mínimo de 890 Hz en 21 segundos, para luego aumentar hasta hacerse máxima a 2600 Hz, al cabo de 23 segundos más.

Volviendo a ponernos en la piel de un investigador (bien podría ser un estudiante universitario, si la ciencia se enseñase como debiera, no de forma memorística) que intentase explicar los hechos anteriores, éste podría plantearse las siguientes cuestiones: ¿Por qué hay sonidos de tono bajo y otros de tono alto? ¿Qué produce unos y otros? ¿Es el mismo agente el responsable de ambos?

Cuando un científico lleva a cabo una investigación, suele ser buen procedimiento acudir, en primer lugar, a lo que ya se conoce, pues puede ofrecerle pistas de ayuda inestimable, abrirle nuevos caminos o, incluso, cerrarle otros sin ninguna salida, que tampoco es despreciable. Bien, en el caso de las burbujas y el sonido parece razonable buscar ayuda en la teoría conocida y bien establecida de las ondas estacionarias.

Por un lado, ¿no puede ser que se generen ondas estacionarias de baja frecuencia en el tubo que constituye el vaso (en forma de cilindro abierto por uno de sus extremos, y lleno con un fluido distinto al aire, como es la mezcla de agua y sal de frutas, por ejemplo)? El libro de texto nos dice, en este caso, que las frecuencias de dichas ondas estacionarias dependen en proporción directa de la velocidad del sonido en el medio material que llene el tubo (el vaso) y son inversamente proporcionales a la longitud del vaso (recuerden estos hechos para lo que les contaré unos párrafos más abajo). De esta manera, resulta bastante lógico y razonable que el cambio observado en las frecuencias de tono bajo se deba al cambio en la velocidad del sonido al propagarse por la mezcla de agua y gas. Al fin y al cabo, la velocidad del sonido en el agua es varias veces mayor que en el aire. Y si acudimos de nuevo al experimento, se comprueba que la predicción se acerca suficientemente a la realidad. Para ello no hay más que golpear con la cuchara tres vasos distintos: uno vacío, otro lleno de agua y otro con la mezcla de agua y pastilla efervescente. La frecuencia medida en este último caso resulta ser intermedia a las dos anteriores. Parece que la hipótesis de que las frecuencias de tono bajo son, efectivamente, debidas a la producción de ondas estacionarias en el interior de la mezcla de agua y gas que llena el vaso es correcta.


Por otro lado, ¿qué sucede con las frecuencias de tono alto, las que se mantenían constantes todo el tiempo? Parece evidente que, al no depender del tiempo, es decir, da igual que haya burbujas que no, estas frecuencias deben estar relacionadas con otra cosa, no con la mezcla de agua y burbujas en el interior del vaso. ¿Qué puede ser? Justo, solamente nos queda el propio cristal del vaso. De hecho, lo que hacemos con la cuchara es golpear las paredes del vaso, así que seguro que le estamos obligando a vibrar de alguna manera. ¿Y si fuera esto?

Nuevamente, la hipótesis formulada debe ponerse a prueba con un experimento debidamente ideado a tal propósito. Nada más sencillo, podemos hacer uso del mismo que antes cuando estudiábamos las frecuencias de tono bajo. Se disponen, una vez más, los tres vasos, uno vacío, otro lleno de agua y el tercero con la mezcla de agua y burbujas de siempre. Golpeamos con la cuchara cada uno de ellos y registramos los sonidos, con sus frecuencias. Salta a la vista que los tonos altos son idénticos en los tres casos, con las mismas frecuencias. No pueden ser las burbujas y, por tanto, parece ser el cristal del vaso mismo. Hipótesis comprobada, lo que no significa en absoluto que no exista una explicación mejor. Algo que debe recordar siempre un estudiante de ciencias o, si me apuran, cualquier científico que se precie, es que cuando los resultados de un experimento se adaptan a las predicciones del modelo teórico (las hipótesis formuladas), no se puede decir que éste ha sido probado; simplemente se puede afirmar que el experimento empleado no puede descartar la validez del modelo, nada más. Cuanto mayor sea la cantidad de evidencia experimental acumulada, más confianza tendremos en que nuestras hipótesis son las correctas. La verdad, en ciencia, no existe.


Aún no hemos terminado, pues aunque todas nuestras hipótesis emitidas hasta ahora funcionan aceptablemente, aún no hemos sido capaces de afrontar el problema de raíz, de proporcionar una explicación del mecanismo por el que las burbujas afectan a la velocidad del sonido. Y ahora verán como una hipótesis emitida no siempre es buena, muy al contrario, puede resultar completamente errónea, aunque en principio pareciese razonable. Me explico.

Si lo que tenemos en el vaso es una mezcla de agua y burbujas (aire u otro gas, en definitiva) ¿no parece razonable suponer que la velocidad del sonido en dicha mezcla presente un valor comprendido entre el del correspondiente al aire solamente (vaso vacío) y el del correspondiente al agua? Es más, de ser correcta la suposición, como ya les advertí más arriba, la frecuencia de las ondas estacionarias producidas al agitar la cuchara era directamente proporcional a la velocidad del sonido y, por tanto, la frecuencia mínima del sonido generado en el vaso con la mezcla de agua y sal de frutas debería estar, en consecuencia, comprendida entre la frecuencia fundamental del vaso vacío (610 Hz) y la del vaso lleno solamente de agua (3200 Hz). Pero habíamos visto que esto no era así, ya que se llegaron a medir frecuencias tan bajas en la mezcla como 230 Hz, muy por debajo de 610 Hz. ¿Lo ven? Nuestra hipótesis de partida no puede ser correcta porque de ella se sigue una conclusión que va en contra del experimento. Y, en física, el experimento es la voz de la razón, la que no admite discusión.

La única conclusión a que nos puede llevar lo anterior es la siguiente: la velocidad del sonido en la mezcla agua + burbujas pude ser significativamente menor que en el aire puro. De hecho, desde la década de 1980 se sabe que la velocidad del sonido en una mezcla de agua y burbujas gaseosas puede ser hasta ocho veces menor que en el aire. Si son ustedes profesores o estudiantes, acepten este consejo: nunca menosprecien el valor de la historia; lo que ustedes puedan pensar quizá otro ya lo haya descubierto antes, aunque fallar también sea una gratificante forma de aprender. Lo que un error te puede enseñar raramente se olvida.

Acudamos, entonces, una vez más, a la teoría conocida. La velocidad del sonido en un fluido (ya sea éste líquido o gas) se puede expresar como la inversa de la raíz cuadrada del producto de la densidad del fluido por su compresibilidad. Esto significa que entre dos medios materiales de compresibilidades similares el sonido se propagará más velozmente en el de menor densidad. Análogamente, dos fluidos con densidades parecidas dejarán que el sonido se propague más rápido en su interior cuanto menor sea su compresibilidad. Pero no se dejen engañar por las apariencias, pues aunque el agua es casi 800 veces más densa que el aire, éste resulta 15.000 veces más compresible y, por tanto, la velocidad del sonido en el agua es mucho mayor que en el aire.

Pero volvamos a nuestra mezcla de agua con burbujas. Una estimación burda nos permite estimar que la densidad de esta mezcla y la del agua sola son muy similares. Sin embargo, como nuestra mezcla posee gran cantidad de burbujas de aire y éste es mucho más compresible que el agua, entonces seguro que la compresibilidad del agua con sal de frutas resulta relativamente mayor que la del agua sin burbujas. ¿Conclusión? La velocidad del sonido en la mezcla burbujeante ha de ser menor que en agua. Justo lo que habíamos comprobado experimentalmente. La física está a salvo de desalmados y oportunistas que pretenden acabar con ella una y otra vez.



Repitamos , por última vez, el experimento en nuestra mente. Tenemos el vaso con agua y vertemos la tableta efervescente de lo que sea. Inicialmente, hay una cierta concentración de burbujas y, de tal forma, la frecuencia fundamental del sonido es inferior a la correspondiente al agua pura. Si la proporción en que se crean nuevas burbujas es mayor que el ritmo al que éstas desaparecen del líquido a través de su superficie (pasando a la atmósfera), la concentración de burbujas aumenta y, en consecuencia, la frecuencia fundamental del sonido sigue disminuyendo. Una vez que la tableta se ha disuelto por completo y la proporción de burbujas comienza a menguar, la frecuencia fundamental vuelve a incrementarse hacia los tonos altos, llegando a un máximo, que se mantiene constante en el tiempo, cuando ya todas las burbujas han desaparecido. ¿No es maravilloso? Todo encaja, tanto el modelo como el experimento. La ciencia en su máximo esplendor y belleza.

Como conclusión final me gustaría añadir que, al igual que afirmó Newton en su momento, si él había visto más lejos era porque se había aupado a hombros de gigantes, es decir, basándose en el trabajo previo él, con su genio, capacidad y creatividad propias, había ido más allá, avanzando y creando ciencia nueva. Quiero decir, con esto, que la ciencia no tiene final, siempre se puede dar otra vuelta de tuerca, llegar a donde otros no han osado. En definitiva, que con lo que les he explicado más arriba, a lo largo de todo el artículo, no deben conformarse ni ustedes, ni sus estudiantes ni nadie con un mínimo de curiosidad. No hemos terminado, aún hay mucho por descubrir, un mundo maravilloso nos está esperando ahí mismo, delante de nosotros, al alcance de nuestra mano, de nuestros ojos, de nuestra inteligencia. Porque, ¿qué pasaría si se nos ocurriese, por ejemplo, añadir a nuestra mezcla de agua y burbujas tan sólo un par de gotitas de detergente? Pues eso...


Referencia original:

Gorazd Planinsic and Eugenia Etkina Bubbles that Change the Speed of Sound, The Physics Teacher 50 (2012) 458-460.

¿Podrían existir los caramelos eternos?

En Charlie y la fábrica de chocolate, la deliciosa (y nunca mejor dicho) novela de Roald Dahl, su protagonista, Willy Wonka, posee una fábrica donde los dulces y golosos sueños de los niños se hacen realidad. El señor Wonka, desaparecido durante años, decide regresar y para ello organiza un concurso en el que cinco ganadores, aquellos que encuentren cada uno de los cinco billetes dorados que se esconden en los envoltorios de sus célebres y deliciosas tabletas de chocolate, podrán disfrutar de una excursión inolvidable por el interior de su fábrica, en compañía de la persona que ellos elijan.

Poco a poco van apareciendo los afortunados, todos ellos niños egoístas y malcriados, excepto uno: el pequeño Charlie, que vive en una humilde y destartalada casa en compañía de sus padres y cuatro abuelos. Charlie es un niño ejemplar, bueno y cariñoso, cuyo mayor deseo es visitar la fábrica de chocolate de Willy Wonka, lo que hará tras hallar el último de los cinco billetes dorados, en compañía de su abuelo Joe.

Cuando llega el día señalado, el señor Wonka guía en su periplo a los diez afortunados, mostrándoles todas y cada una de las distintas salas de su fantástica fábrica. Allí hay salas dedicadas completamente al chocolate, todo tipo de golosinas, la gran máquina de chicle, bebidas gaseosas de propiedades asombrosas... También están los Oompa-Loompas y las cien ardillas dedicadas a partir nueces incansablemente y a toda velocidad.

Pero la sección más importante de toda la fábrica es la Sala de Invenciones, donde se encuentran las nuevas y más secretas invenciones de Willy Wonka. Entre ellas, el toffe capilar, que hace crecer el pelo a quien lo come y los caramelos eternos, cuyo sabor nunca desaparece y jamás se reduce su tamaño, por mucho que se chupen y se chupen. De hecho, en la sala de al lado, uno de los Oompa-Loompas lleva casi un año chupando uno y éste aún sigue tan bueno como siempre.

Evidentemente, todos los que, desafortunadamente, ya no somos unos niños y nos hemos dejado vencer por la decepcionante realidad, sabemos que los caramelos eternos no existen y, probablemente, nunca existirán. Ahora bien, aunque parezca mentira, hay quien se plantea si algo cercano a los caramelos eternos de Willy Wonka podría ser posible. Y no, no se dejen llevar excesivamente lejos por su imaginación, pues la realidad siempre es menos emocionante que la fantasía. Sin embargo, permítanme por un instante, plantearles la siguiente cuestión: ¿cómo deberíamos proceder a la hora de chupar un caramelo si lo que pretendemos es que su sabor se prolongue el mayor tiempo posible?


Ya les digo que la pregunta puede parecer, en principio, absurda, ociosa e incluso ajena a la razón. Pero si tienen un poco de paciencia, trataré de hacerles ver que no es así. Es más, la cuestión involucra matemáticas y física, y no demasiado complejas, precisamente.

Tres investigadores austríacos (probablemente, miembros todos ellos de la misma familia, pues los tres se apellidan igual) se plantearon la cuestión anterior y trataron de responderla, haciendo una serie de suposiciones razonables que, asimismo, justificaron experimentalmente.

Los autores aludidos partieron de caramelos cuya forma fuese esférica (más tarde quedará clara esta suposición), hechos a base de azúcar y que se disolviesen de tal forma que la tasa de transferencia temporal de masa (es decir, la cantidad de caramelo que se disuelve por unidad de tiempo al ser chupado) fuese directamente proporcional al área superficial del propio caramelo (en este caso, el área de una esfera, igualmente dependiente del tiempo). De esta forma, resulta que un caramelo más grande se reduce de tamaño también más rápidamente, ya que la transferencia de masa a las papilas gustativas también se incrementa con el tiempo.


Si, como parece razonable, la densidad del caramelo se mantiene constante durante todo el proceso, basta con expresar el volumen y la superficie de la esfera de la forma habitual, esto es, como cuatro tercios de pi por el cubo del radio y cuatro pi veces el cuadrado del mismo radio, respectivamente. Así, sin más que llevar a cabo una manipulación algebraica del todo elemental, se llega a una ecuación diferencial para la masa de caramelo en función del tiempo.

Cuando se resuelve la ecuación anterior, se encuentra la dependencia de la masa de caramelo que va quedando en la boca con el tiempo. La función matemática resultante es un simple polinomio de tercer grado, cuyos coeficientes dependen únicamente de dos parámetros: la densidad del caramelo y su masa inicial (la que tiene el caramelo justo antes de introducirlo en la boca). La masa del caramelo disminuye, pues, según una potencia cúbica del tiempo.


Lo anterior tiene una consecuencia muy curiosa: si recuerdan, el volumen del caramelo era proporcional al cubo de su radio (equivalentemente, de su diámetro). Pues bien, como la masa del caramelo es directamente proporcional a su volumen (recuerden que hemos supuesto constante su densidad) entonces el diámetro del caramelo debe necesariamente reducirse de forma lineal en el tiempo. Ya ven, los caramelos eternos son matemáticamente posibles, ya que su masa nunca llega a hacerse estrictamente cero.

Sin embargo, como bien sabemos los investigadores, una cosa es el modelo matemático empleado para caracterizar y describir un determinado sistema físico y otra cosa muy diferente es la realidad. Y la realidad es que el caramelo se acaba, tarde o temprano.

Para comprobar la fiabilidad del modelo propuesto, los investigadores austríacos decidieron llevar a cabo un montaje experimental. Dispusieron un baño de agua en el que sumergieron tres caramelos esféricos. El agua se agitaba de tal forma que la disolución de los caramelos fuese lo más homogénea posible, mediante el empleo de un motor eléctrico que hacía girar unas aspas. Todo el conjunto del experimento se grababa con una cámara de vídeo y las imágenes resultantes fueron analizadas con un software específico. Así, se pudo comprobar y medir el tamaño del diámetro de cada uno de los tres caramelos en función del tiempo. Finalmente, las medidas se trasladaron a una gráfica donde los datos experimentales se ajustaron a líneas rectas con unas confianzas superiores al 98% en los tres casos.Tan sólo se constataron pequeñas discrepancias cuando el tamaño de los caramelos disminuía por debajo de un valor crítico (unos 2 mm de diámetro). Este hecho se atribuyó a que la forma de fabricar los caramelos consistía en disponer una semilla de dicho tamaño, aproximadamente, que luego se rodeaba de azúcar. Obviamente, los procesos de disolución del azúcar y de la semilla central, respectivamente, con diferentes propiedades químicas, resultaban diferentes.

Si están ustedes interesados en los valores numéricos concretos, les puedo decir que partiendo de caramelos esféricos de unos 10 miligramos cada uno, cuyo diámetro rozaba los 14 milímetros, no llevaba más de 6 minutos el proceso de disfrute y gozo. La eternidad debe durar algo más, seguro...

Finalmente, y como conclusión, quizá se estén ustedes preguntando acerca de la forma más eficiente de chupar un caramelo, si lo que pretendemos es prolongar su sabor el mayor tiempo posible. Y ahora es cuando entenderán, a buen seguro, por qué se supuso esférica la forma de los caramelos que hemos tratado durante todo el artículo (de hecho, los caramelos eternos de Willy Wonka eran esféricos). Veamos, la esfera posee la superficie más pequeña para un volumen dado. ¿Qué quiere decir esto? Pues, muy sencillo, que si tenemos una serie de caramelos de formas distintas, pero todos ellos con el mismo volumen (esto es, con el mismo peso, siempre que sus densidades coincidan) aquellos que sean esféricos presentarán la superficie más pequeña. Y como la transferencia de masa depende de la superficie del caramelo (esa es la suposición que hicimos al principio y que se comprobó experimentalmente, después), entonces la pérdida de masa y, consecuentemente, de sabor, debe ser mínima también cuando el caramelo es esférico. ¿Cómo lograr que el caramelo que tenemos en la boca se mantenga esférico todo el tiempo? Prueben a chuparlo dándole vueltas continuamente con ayuda de la lengua. Matarán dos pájaros de un tiro: les durará más el caramelo y se entrenarán para otras actividades linguo-palatales igualmente gozosas.



Referencia original:

Andreas Windisch, Herbert Windisch and Anita Windisch Sticky physics of joy: on the dissolution of spherical candies, Physics Education 48 (2013) 221-226.